Fuente: La Vanguardia 1, de octubre de 2011
Cuando se visita el interior de la basílica de la Sagrada Família, uno se encuentra con una zona acotada para los creyentes que quieran rezar. Se trata de algunas filas de sillas, separadas del resto del templo por cintas. Ese espacio respetuoso recuerda las reservas naturales donde se protege a las especies en vías de extinción. En el fondo, es un campo de refugiados de la espiritualidad. Me senté allí con la misteriosa impresión de transformarme en un hombre de las cavernas, sencillamente porque creía en algo que aquel templo me decía.
En la zona delantera, se encontraban algunos bancos de iglesia tradicionales: de esos que permiten arrodillarse. Ahí no había nadie. La inmensa mayoría de los turistas merodeaba por el templo, con un ritmo distraído de palomas picoteando detalles arquitectónicos. Lo curioso es que, si se hubiesen sentado en esos bancos, si se hubiesen arrodillado y cerrado los ojos, buceando hasta el fondo de sí mismos, habrían visto la más hermosa fachada del monumento.
Hay en la Sagrada Família un último horizonte que sólo se contempla cuando rezamos: algo que es más hermoso que las vidrieras o las columnas que nos empujan hacia arriba. Pero la mayoría de los visitantes se va sin contemplar esa torre secreta del edificio. Se prefieren las colas interminables del ascensor, olvidando el vuelo íntimo privado, que llegaría mucho más alto. Yal final los turistas se marchan de la Sagrada Família sin verla del todo.
La contemporaneidad ha asesinado estos horizontes interiores. Sin ellos, vivimos en una cultura de primeros planos. Nos falta la perspectiva: la profundidad de la mirada. Nos repiten que la religión es un modo mental de andar a cuatro patas. Insisten que Dios consiste en una mala pasada de la imaginación. Pero basta con visitar la abadía de Montserrat para comprender que la espiritualidad de Occidente es una investigación de alto nivel que se ha realizado a lo largo de los siglos.
Al diseñar la Sagrada Família, Gaudí trasplantó las peñas de Montserrat a la delicada maceta urbana de Barcelona. Fue lo que sentí al llegar al monasterio, flotando en un funicular. Lo que el genio catalán pretendió fue que se pudiese visitar la esencia de la abadía, sin salir de la Ciudad Condal, usando un funicular que podría ser, por ejemplo, una línea de metro. La historia de la fe está llena de estos regates en un palmo de terreno: de estas acrobacias del alma.
Lo curioso es que también los grandes ideales de la izquierda fueron acrobacias del espíritu. Marx tenía pinta de profeta y entre él y Engels escribieron las tablas de la ley. Toda la energía que el comunismo reveló fue un brote espiritual. Unas ganas enormes de justicia, de que el paraíso fuese en la Tierra. Cuando al comunismo se le olvidó su raíz espiritual, empezó su largo derrumbe.
Y lo mismo pasó con ese merengue de izquierdas al que llamamos socialismo. También en el fondo de este movimiento existía una pila bautismal llena de buenas intenciones. Pero a los socialistas se les ha ido olvidando su pureza original. Resulta doloroso verlos arrodillándose ante los poderes económicos más crueles. Si el portugués José Sócrates y el español Zapatero fuesen a misa, su socialismo habría sido mucho más coherente. Quizás no hubiesen tomado medidas tan espectaculares, pero lo que hubiesen hecho sería más útil, sólido y duradero.
La historia espiritual de Occidente es, pues, como Montserrat: una montaña que se ha ido subiendo y en cuya cumbre había un conjunto de peñascos, en los que se construyeron las ermitas de la izquierda. En las últimas décadas, hemos decidido suicidar esa parte de nuestra cultura y ello ha conllevado una progresiva esclavitud. La izquierda, en particular, se ha ahorcado con la cuerda de su ateísmo. El resultado es una Europa donde impera el dinero: el ciudadano comulga monedas de euro, divisas fuertes, y el alma se le va transformando en una máquina tragaperras.
Después de la caída del comunismo, del fin del proyecto socialista como posibilidad real, en los próximos años estarán en juego las bases de la modernidad. Tengo un amigo que resume el mundo moderno con tres palabras: libertad, progreso, felicidad. Pero la libertad es otro nombre para el vuelo de la santidad, el progreso constituye un eco de la idea de salvación y la felicidad representa la vieja herejía contemporánea de querer que el paraíso sea aquí y ahora. También la modernidad fue un salto de la espiritualidad.
Este planeta de cifras e intereses se prepara para cercenar las libertades que se hayan alcanzado. Ya no tenemos la impresión de progresar: el mundo no va hacia adelante, sino que se mueve en giros de avión que se estrella. Y ya no somos felices, ni esperamos serlo. Ante todas estas amenazas, no sirve de mucho sentar nuestro pequeño egoísmo en el suelo de una gran plaza. Hay que intentar descubrir todo lo que hemos olvidado. La música de esos horizontes que antes teníamos. La música libre de una espiritualidad que viaje en todas sus direcciones.
Gabriel Magalhaes, escritor portugués.
En la zona delantera, se encontraban algunos bancos de iglesia tradicionales: de esos que permiten arrodillarse. Ahí no había nadie. La inmensa mayoría de los turistas merodeaba por el templo, con un ritmo distraído de palomas picoteando detalles arquitectónicos. Lo curioso es que, si se hubiesen sentado en esos bancos, si se hubiesen arrodillado y cerrado los ojos, buceando hasta el fondo de sí mismos, habrían visto la más hermosa fachada del monumento.
Hay en la Sagrada Família un último horizonte que sólo se contempla cuando rezamos: algo que es más hermoso que las vidrieras o las columnas que nos empujan hacia arriba. Pero la mayoría de los visitantes se va sin contemplar esa torre secreta del edificio. Se prefieren las colas interminables del ascensor, olvidando el vuelo íntimo privado, que llegaría mucho más alto. Yal final los turistas se marchan de la Sagrada Família sin verla del todo.
La contemporaneidad ha asesinado estos horizontes interiores. Sin ellos, vivimos en una cultura de primeros planos. Nos falta la perspectiva: la profundidad de la mirada. Nos repiten que la religión es un modo mental de andar a cuatro patas. Insisten que Dios consiste en una mala pasada de la imaginación. Pero basta con visitar la abadía de Montserrat para comprender que la espiritualidad de Occidente es una investigación de alto nivel que se ha realizado a lo largo de los siglos.
Al diseñar la Sagrada Família, Gaudí trasplantó las peñas de Montserrat a la delicada maceta urbana de Barcelona. Fue lo que sentí al llegar al monasterio, flotando en un funicular. Lo que el genio catalán pretendió fue que se pudiese visitar la esencia de la abadía, sin salir de la Ciudad Condal, usando un funicular que podría ser, por ejemplo, una línea de metro. La historia de la fe está llena de estos regates en un palmo de terreno: de estas acrobacias del alma.
Lo curioso es que también los grandes ideales de la izquierda fueron acrobacias del espíritu. Marx tenía pinta de profeta y entre él y Engels escribieron las tablas de la ley. Toda la energía que el comunismo reveló fue un brote espiritual. Unas ganas enormes de justicia, de que el paraíso fuese en la Tierra. Cuando al comunismo se le olvidó su raíz espiritual, empezó su largo derrumbe.
Y lo mismo pasó con ese merengue de izquierdas al que llamamos socialismo. También en el fondo de este movimiento existía una pila bautismal llena de buenas intenciones. Pero a los socialistas se les ha ido olvidando su pureza original. Resulta doloroso verlos arrodillándose ante los poderes económicos más crueles. Si el portugués José Sócrates y el español Zapatero fuesen a misa, su socialismo habría sido mucho más coherente. Quizás no hubiesen tomado medidas tan espectaculares, pero lo que hubiesen hecho sería más útil, sólido y duradero.
La historia espiritual de Occidente es, pues, como Montserrat: una montaña que se ha ido subiendo y en cuya cumbre había un conjunto de peñascos, en los que se construyeron las ermitas de la izquierda. En las últimas décadas, hemos decidido suicidar esa parte de nuestra cultura y ello ha conllevado una progresiva esclavitud. La izquierda, en particular, se ha ahorcado con la cuerda de su ateísmo. El resultado es una Europa donde impera el dinero: el ciudadano comulga monedas de euro, divisas fuertes, y el alma se le va transformando en una máquina tragaperras.
Después de la caída del comunismo, del fin del proyecto socialista como posibilidad real, en los próximos años estarán en juego las bases de la modernidad. Tengo un amigo que resume el mundo moderno con tres palabras: libertad, progreso, felicidad. Pero la libertad es otro nombre para el vuelo de la santidad, el progreso constituye un eco de la idea de salvación y la felicidad representa la vieja herejía contemporánea de querer que el paraíso sea aquí y ahora. También la modernidad fue un salto de la espiritualidad.
Este planeta de cifras e intereses se prepara para cercenar las libertades que se hayan alcanzado. Ya no tenemos la impresión de progresar: el mundo no va hacia adelante, sino que se mueve en giros de avión que se estrella. Y ya no somos felices, ni esperamos serlo. Ante todas estas amenazas, no sirve de mucho sentar nuestro pequeño egoísmo en el suelo de una gran plaza. Hay que intentar descubrir todo lo que hemos olvidado. La música de esos horizontes que antes teníamos. La música libre de una espiritualidad que viaje en todas sus direcciones.
Gabriel Magalhaes, escritor portugués.