jueves, 14 de septiembre de 2017

Las claves del futuro: de Homo sapiens a Homo Deus

Barcelona, Debate, 2016
Trad. de Joandomènec Ros
496 pp. 23,90 €


FUENTE: http://www.revistadelibros.com/articulos/las-claves-del-futuro-de-homo-sapiens-a-homo-deus


Después del extraordinario éxito de crítica y ventas que obtuvo su ensayo Sapiens, traducido al castellano con el título De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad, su autor, Yuval Noah Harari, ha escrito una continuación en la que explora, de manera inteligente y llamativa, lo que podría llegar a ser el futuro de nuestra especie.

No se trata tanto de una predicción, ya que el autor reconoce que no es posible saber qué va pasar ni siquiera en los próximos veinticinco o cincuenta años con una probabilidad apreciable, cuanto de explorar con la mirada de hoy qué factores pueden ser relevantes en el futuro de la humanidad. Este carácter necesariamente especulativo del proyecto dificulta la tarea del crítico, que se encuentra con las mismas incertidumbres que el propio autor a la hora de valorar qué elementos resultarán decisivos en la construcción de una historia del mañana.

Harari, historiador y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, comienza la obra donde terminó su texto anterior, Sapiens: con los seres humanos ultimando su transformación de animales a dioses.

Durante los últimos diez mil años, desde que hay grandes asentamientos y buena parte de los humanos abandonaron la vida cazadora-recolectora por otra agrícola y ganadera, los principales y recurrentes problemas a que tuvo que hacer frente la humanidad han sido los mismos: la hambruna, las enfermedades epidémicas y la guerra. 

Para Harari, los seres humanos somos capaces de controlar estos tres factores en la actualidad. Es cierto que mucha gente pasa hambre, que el mundo está lleno de conflictos bélicos y que, en buena parte del planeta, las condiciones sanitarias distan mucho de ser aceptables. Pero el autor destaca que el hombre ahora puede sentirse responsable de que tales cosas sucedan, sin recurrir a echarle la culpa a dioses o a mitos que las justifiquen. Sabe que está en su mano evitarlas y, si no lo hace, es porque la organización social, económica y política del mundo es muy imperfecta. En lo que se refiere al hambre y a las enfermedades, resistencias bacterianas al margen, los recursos tecnológicos disponibles parecen darle la razón al autor.

Más discutible es su optimismo acerca del control de las guerras.

Harari sigue aquí la tesis que ha defendido el prestigioso psicólogo evolucionista Steven Pinker cuando sostiene que la violencia está declinando en el mundo actual1. Harari, como Pinker, parece fascinado por la potencialidad que ha mostrado el análisis racional de los conflictos en la búsqueda de soluciones que promuevan la paz y el beneficio mutuo.

La historia de las últimas décadas, con episodios como...

  • una guerra fría más o menos pacífica, 
  • el freno a la proliferación y a la utilización de armas nucleares, 
  • la descomposición no violenta del bloque soviético 
  • y la tendencia hacia una globalización que incrementa la prosperidad en los países en vías de desarrollo, 

pueden interpretarse como evidencia a favor de esta tesis.

Sin embargo, no hace falta ser muy imaginativo para constatar dos hechos. Por una parte, que la situación tiene tantas amenazas potenciales que puede cambiar de manera dramática en cualquier momento, convirtiendo estas últimas décadas pacíficas en la excepción en lugar de la norma.

Por otra parte, que el pretendido declive de la violencia bélica se da al tiempo que se extienden y se perfeccionan otras formas de violencia simbólica, económica o cultural.

La tesis central del libro sugiere que en los albores del tercer milenio la agenda humana ha cambiado y que los problemas que nos inquietan de cara al futuro son ahora bien distintos. Se refiere a:

  • la lucha contra el envejecimiento y la búsqueda de la inmortalidad, 
  • la conquista de la felicidad 
  • y la posibilidad de intervenir de manera activa en el futuro de la humanidad a través de los avances tecnológicos. 

Se trata de procesos sobre los que se intuye que puede llegarse a ejercer un control, pero que todavía están fuera de nuestro alcance. Está claro que estas nuevas preocupaciones no son, ni de lejos, las del común de los humanos, pero sí son las que inquietan a los principales centros de investigación científica y tecnológica y, por tanto, las que acaparan la mayor parte de las inversiones en investigación. En otras palabras, nos guste o no, la nueva agenda de la humanidad la decide sólo una elite y esto no es previsible que cambie en los años venideros. Volveremos sobre este tema más adelante.
 
Somos organismos seleccionados para tratar de sobrevivir y reproducirse, no para ser felices o longevos. 

Ahora bien, quizá podamos rediseñar nuestro cerebro para vivir más y más contentos
El objetivo de la medicina del futuro será no sólo curarnos, sino prolongar la vida y mantenernos en plena forma, sin importar la edad que tengamos.

La selección natural ha premiado, en líneas generales, rasgos genéticos que favorecen la reproducción, aunque sea a expensas de la longevidad. Sin embargo, las nuevas biotecnologías pueden permitirnos reemplazar órganos no funcionales, eliminar o bloquear en el genoma determinadas variantes génicas de efecto dañino con la edad, rediseñar nuestro cuerpo y utilizar todo tipo de prótesis, convirtiéndonos en cyborgs.

El segundo gran reto biomédico consiste en lograr la felicidad de los seres humanos.

La felicidad depende de nuestras expectativas y de las emociones placenteras que experimentamos cuando las satisfacemos. Puede intervenirse sobre la bioquímica cerebral, sobre los centros del placer o crear nuevas drogas para que, en conjunto, seamos más felices. Pero la felicidad es efímera. La evolución nos ha provisto de un cerebro que nos hace sentir felices cuando conseguimos satisfacer nuestros deseos, pero esta emoción dura poco, habida cuenta de lo que de verdad importa en clave evolutiva. Somos organismos seleccionados para tratar de sobrevivir y reproducirse, no para ser felices o longevos. Ahora bien, quizá podamos rediseñar nuestro cerebro para vivir más y más contentos.

Esta posibilidad de decidir cómo queremos ser va a transformar a los seres humanos de Homo sapiens en Homo deus, de animales en pequeños dioses, en el sentido griego del término, que hace alusión a seres dotados de potencialidades que exceden con mucho las del hombre corriente. Para ello, disponemos de diversas ramas tecnocientíficas capaces de fabricar ordenadores, robots y otros dispositivos que implementan algoritmos de manera mucho más eficiente que el propio cerebro humano. Resulta evidente la dificultad de predecir qué va a pasar cuando surjan estos seres humanos provistos de potencialidades nuevas y el desarrollo tecnológico cree un entorno cultural en el que la agenda humana se oriente posiblemente hacia derroteros difíciles siquiera de imaginar. No se trata ya de que el futuro lo decidan unos pocos, sino de que estos pocos poseerán rasgos que los harán diferentes del resto.

Tras exponer, en un largo capítulo introductorio, los nuevos desafíos que afronta el ser humano, Harari estructura el ensayo en tres partes. Las dos primeras son de carácter histórico, y resumen cómo hemos llegado a la situación actual: primero, explora qué hay de singular en nuestra naturaleza que nos separa de los animales y nos transforma en dioses y, a continuación, se ocupa de cómo el ser humano, al tiempo que conquista el mundo, lo dota de significado.

Por último, en la tercera parte aborda cuáles pueden ser los factores claves que determinen el futuro de nuestra especie. La enormidad de la tarea que emprende y la necesidad de hacer un texto seductor y asequible para un lector medio, lo que sin duda ha conseguido, le obliga a incurrir en simplificaciones de gran calado que pueden resultar incómodas para los expertos en cada campo, ya que la caricatura resultante carece de matices y, en ocasiones, está muy sesgada por las apreciaciones del autor.

La singularidad humana

Una de las cosas que sorprende y agrada en el ensayo es la perspectiva naturalista con que se aborda la historia de nuestra especie. El autor asume lo que la biología actual nos cuenta sobre la filogenia, la ontogenia y el comportamiento de Homo sapiens y lo utiliza para reflexionar desde ahí sobre nuestro pasado, presente y futuro.

Harari distingue en la historia de la especie tres etapas clave. 

La primera surge hace setenta mil años, con una supuesta revolución cognitiva que coincide con el inicio de la propagación exitosa fuera de África y la huella evidente de manifestaciones artísticas y religiosas. Es la etapa cazadora recolectora, la forma de vida que ha caracterizado a nuestra especie desde sus orígenes.

Después, unos diez mil años antes de Cristo, aconteció la revolución agrícola, con la aparición de poblaciones sedentarias que viven de la agricultura y el comienzo de la domesticación de animales. Surgen las grandes religiones, el comercio, las epidemias, los primeros imperios y las guerras a gran escala.

Por último, hace unos quinientos años, comienza la revolución científica, que culmina en el siglo XIX con la revolución industrial. La religión pierde peso frente a los movimientos humanistas que sitúan al hombre como medida de las cosas. La curiosidad, que trajo consigo el pecado de Adán y Eva y su expulsión del paraíso, se convierte en el gran motor que impulsa la ciencia y promueve la investigación.

Harari explora qué rasgos son los responsables de la singularidad humana. La respuesta tradicional, ligada al pensamiento religioso, ha sido que los seres humanos teníamos alma, mientras que los animales no. La ciencia moderna se opone, sin embargo, a esa hipótesis por una cuestión de principios. Debemos explicar el mundo prescindiendo de conjeturas que hagan referencia a entidades inmateriales fuera del alcance de la investigación empírica. El principio de objetividad de la naturaleza está implícito en la contrastación experimental de las hipótesis. La neurociencia actual habla de mente y de procesos mentales resultantes de nuestra actividad cerebral en lugar del alma. Harari hace un repaso de las aportaciones recientes en el análisis del problema mente-cerebro y distingue entre inteligencia y conciencia. El cerebro humano, como el de cualquier otro animal, puede ser analizado como un conjunto de algoritmos que promueven nuestra supervivencia y reproducción. De hecho, hemos construido algoritmos que permiten desarrollar y resolver tareas concretas, pero funcionan de manera automática, no consciente. Sin embargo, el cerebro humano ha evolucionado dotándonos de inteligencia algorítmica, pero en un cerebro consciente, que tiene sensaciones y sentimientos subjetivos. Por desgracia, carecemos de una explicación consensuada y convincente de por qué la selección ha premiado esta vía en el desarrollo cerebral.

Harari defiende, en línea con las propuestas más recientes en este campo de investigación, que lo que ha hecho singular a nuestra especie frente a los restantes primates es su capacidad para la cooperación y la transmisión cultural acumulativa. Los seres humanos son capaces de compartir información sobre lo que conocen y de cooperar en grandes grupos de individuos no emparentados. La capacidad lingüística y la moral parecen atributos que evolucionaron bajo la necesidad de facilitar ambos procesos: la cultura y la cooperación.

El autor destaca también el papel del lenguaje como creador de realidades imaginadas que permiten intercambiar información sobre entes abstractos, dotados de propiedades supuestas, que se asumen como reales.

Los seres humanos son capaces de tejer redes de significado que modifican y condicionan la conducta de las personas. Se crean relatos que la gente asume como ciertos y que influyen de manera decisiva en nuestra comprensión del mundo, aunque analizados en perspectiva, con el transcurso del tiempo, o desde una órbita cultural diferente, nos parezcan ciertamente inconsistentes.

Código de Hammurabi
Código de Hammurabi

La aparición, unos milenios antes de Cristo, de grandes sociedades –los primeros imperios–, formadas por decenas de miles de personas capaces de cooperar a gran escala, difícilmente hubiese podido acontecer sin disponer de un consenso social en torno a dos de estas entidades de creación intersubjetiva: la escritura y el dinero.

La primera permitió llevar un control, más allá de la memoria individual, de las transacciones económicas y de la propiedad.

El segundo resultó un instrumento esencial para impulsar el comercio.

Además de entidades materiales de valor instrumental, como el dinero, el lenguaje ha facilitado también la elaboración de narraciones e historias que sirven para dar sentido a la vida de las personas y condicionar su conducta. El ejemplo paradigmático lo constituyen las religiones. Las grandes religiones actuales surgen al amparo de la vida sedentaria y han desempeñado un papel relevante como instrumentos que organizan la sociedad y modelan el comportamiento de los individuos. Harari destaca la capacidad de las narraciones para definir el estilo de vida de la gente, las aspiraciones, las motivaciones y la manera en que deben comportarse los individuos. Señala también el carácter imaginario e irreal de estas descripciones, algo que sólo resulta obvio cuando son reemplazadas por otras.

La revolución científica de los últimos quinientos años supuso un debilitamiento paulatino de los grandes relatos religiosos. El conocimiento científico desacredita buena parte de las afirmaciones fácticas que contienen estas narraciones y las debilita. La ciencia asume como principio que no caben explicaciones sobrenaturales y, en tanto en cuanto consigue teorías predictivas cada vez más robustas que generan un desarrollo tecnológico más eficiente, va desplazando a la religión. Sin embargo, el progreso científico no elimina la necesidad de la mente humana de dotar al mundo de significado y, por tanto, se necesitan nuevos relatos que asuman el papel de las religiones como garantes del orden social y de la cooperación a gran escala. El mundo social no puede organizarse sólo a través de la ciencia, ya que necesita de un relato que le confiera una guía para la acción, unos valores desde los que organizarse. La ciencia puede facilitar la construcción de historias más poderosas, cuyas descripciones fácticas no se opongan al conocimiento empírico, pero las narraciones intersubjetivas continúan siendo imprescindibles para crear instituciones que garanticen el poder y el orden social. El autor denomina nuevas religiones a los relatos que han surgido en interacción con la ciencia moderna en los últimos siglos.

Proporcionando sentido al mundo: la religión humanista

Harari sostiene que el mundo contemporáneo es fruto de un pacto entre la ciencia y una nueva religión: el humanismo. En un principio pudo parecer que la ciencia, en su crítica corrosiva al pensamiento mágico-religioso, optaba por alcanzar el poder que da el conocimiento para conseguir curar, producir alimentos a gran escala, crear armas y nuevas tecnologías, a costa de renunciar a darle sentido al mundo y asumir un cosmos nihilista. Sin embargo, esa carencia se solucionó pronto, y el ser humano proporcionó sentido a la vida sustituyendo los relatos religiosos por las propuestas humanistas en sus diferentes modalidades. Las nuevas religiones, como el liberalismo o el marxismo, merecen ese nombre, en opinión del autor, porque se basan en principios y valores que consideran naturales, como, por ejemplo, las leyes de la historia o los derechos humanos, pero que son tan imaginarios como los dioses de las religiones tradicionales: el yang científico nos proporciona poder y el yin humanista nos proporciona sentido.

El gran cambio se produjo al sustituir la fe en Dios por la fe en la Humanidad. El hombre pasa a ser la medida de las cosas.

El hombre se interroga sobre la Verdad, la Bondad y la Belleza, y encuentra la respuesta a partir de los resultados de sus acciones, de sus emociones y de los pensamientos que produce.

  • Pone a prueba la verdad de sus teorías mediante contrastación empírica y formalizando matemáticamente las leyes de la naturaleza. 
  • Encuentra la bondad o la maldad de los actos preguntando a su corazón, a la manera de Rousseau, si son o no correctos. 
  • La belleza se encuentra en los ojos del observador humano; frente a la creencia medieval en la objetividad de la belleza, el humanismo defiende la subjetividad de las emociones que despierta el arte en cada individuo. 
  • En política, el ciudadano vota y decide; en educación, aprende a pensar por sí mismo, y en economía se asume que el cliente tiene la razón.

El humanismo, como toda religión de éxito, se ha fragmentado en varias sectas: el humanismo liberal, el socialista y el evolutivo. Harari sugiere que la rama primigenia del humanismo y la que, a la postre, ha resultado vencedora en los albores del siglo XXI ha sido el humanismo liberal.

Su apuesta consiste en defender la singularidad del individuo, al que hay que dejar crecer en libertad para que experimente el mundo y siga su voz interior en la búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo bello.

Sin embargo, las injusticias del capitalismo liberal y la falta de regulación en la distribución de los beneficios trajeron consigo el desarrollo del humanismo socialista, que comprende las diferentes tradiciones socialistas y comunistas.

Hay límites a la libertad y se apoyan en los sentimientos de grupo. Los socialistas defienden que hay que centrarse no sólo en nuestra propia experiencia individual, sino también en lo que experimentan las demás personas, ya que todas las experiencias son igualmente valiosas. El problema es la dificultad de tomar en consideración las experiencias de todos en conjunto y sacar conclusiones cuando muchas de ellas representan intereses contradictorios.

Por ello, el humanismo socialista propone la creación de instituciones colectivas fuertes, como partidos y sindicatos, cuyo objetivo es descifrar el mundo para nosotros y tratar de construir una sociedad más justa e igualitaria.
 
El humanismo evolutivo defiende que la competencia entre individuos es algo que hay que preservar, ya que permite la acción de la selección natural

Por su parte, el humanismo evolutivo propone una solución diferente para las experiencias humanas enfrentadas. Basándose en la interpretación que de las ideas darwinistas hizo Herbert Spencer, defiende que el conflicto, la competencia entre individuos, es algo que hay que preservar, ya que permite la acción de la selección natural e impulsa la evolución, un proceso que no se ha detenido y que anuncia la llegada nietzscheana de un hombre nuevo: el superhombre. Pero este principio competitivo y jerárquico se extiende por igual a individuos y grupos.

El hombre es un ser social que no puede desarrollarse de forma aislada. El sentimiento de pertenencia a un grupo humano favoreció que, a la luz del humanismo, surgieran los sentimientos nacionalistas en los que el pueblo, la colectividad, la nación, adquieren agencia como si se tratasen de un individuo y disfrutasen de sus propiedades.

La misma libertad de la que debe gozar el individuo para vivir su experiencia debe tenerla cada grupo humano, cada nación, para vivir la suya, asumiendo la posibilidad de que surjan sentimientos de superioridad de unas comunidades sobre otras. Desde la mirada del humanismo evolutivo, ¿por qué darle a cada nación el mismo valor cuando unas han desarrollado grandes logros culturales y tecnológicos, y otras, en cambio, viven en el subdesarrollo? El nazismo supuso la más trágica expresión de esa política que acepta la competencia despiadada entre los grupos humanos en nombre de la selección natural y la búsqueda del hombre superior.

La competencia entre las tres tradiciones humanistas culmina, después de un siglo XX convulso, con el triunfo del paquete liberal representado por los derechos humanos, la democracia y el libre mercado. Destaca Harari, como una de las claves de este triunfo, la especial relación del humanismo liberal con la ciencia y las nuevas tecnologías. Sorprende un tanto la aparente ingenuidad del autor al dar por consolidado dicho triunfo en un mundo expuesto a fuertes bandazos políticos, sociales y económicos, en el que resulta difícil aventurar el sentido de las transformaciones futuras. Las diferencias ideológicas entre las distintas elites que tratan de controlar el mundo son evidentes, por no hablar de la influencia todavía enorme del pensamiento y las instituciones religiosas en la práctica totalidad del planeta.

Los peligros que acechan al humanismo liberal

La nueva agenda humana ha surgido al amparo de la ideología liberal que sacraliza la vida, las emociones y los deseos de la humanidad. El problema radica en que la ciencia parece estar a punto de echar por tierra buena parte de los postulados fácticos que dan soporte al liberalismo. En concreto, cuestiona aspectos fundamentales que atañen a la individualidad, la libertad y el conocimiento de uno mismo que puede alcanzar el ser humano. El progreso científico de los próximos años puede derrocar el liberalismo, y estaremos entonces inmersos en un mundo de un gran desarrollo tecnológico y, al tiempo, huérfano de los valores que ahora imperan. ¿Estamos en los albores de una nueva religión poshumanista que reemplace y dé un sentido nuevo al mundo? Vayamos por partes en el análisis.
La neurociencia está proporcionando una imagen del cerebro humano formado por diversos sistemas algorítmicos que nos permiten resolver de manera adecuada distintos problemas a los que nos enfrentamos, como son la homeostasis corporal, el deseo de supervivencia, las tácticas reproductivas, las estrategias de cooperación, la comunicación lingüística, el aprendizaje y un largo etcétera. Todos estos subsistemas parecen encontrarse bajo el control aparente de la corteza cerebral, creándonos la sensación subjetiva de un único yo que dirige nuestras actividades. Sin embargo, los experimentos con pacientes con el cerebro dividido, en los que se ha seccionado la conexión entre los hemisferios cerebrales derecho e izquierdo, muestran hasta qué punto esta sensación resulta una ilusión con poca base. La idea de que en cada persona hay un único individuo, un único yo, responsable de sus acciones, se tambalea.

¿Y el libre albedrio? La neurobiología pone en cuestión que tal cosa exista. Dado que la ciencia asume que los procesos mentales son resultado de la actividad bioquímica de nuestras neuronas y de su arquitectura funcional, resulta difícil hablar de auténtica libertad del individuo. Se acepta que la toma de decisiones depende de procesos deterministas y aleatorios y que, por tanto, existe indeterminación en el sentido de que no sabemos qué va a hacer un sujeto, pero esa incertidumbre no parece sinónima de lo que siempre se ha entendido como la capacidad de decidir libremente de una persona. No es éste el espacio para discutir esta cuestión en profundidad. A día de hoy no existe consenso sobre cuáles son las restricciones que afectan a la libertad y en qué sentido y hasta qué punto se puede decir que somos libres.

La tesis humanista insiste en la idea de que sólo cada persona tiene acceso a su interior, a su yo, y puede llegar a conocerse de verdad a sí misma. Sin embargo, podemos crear algoritmos no orgánicos que quizá lleguen a conocernos mejor que nosotros a nosotros mismos. Un algoritmo que supervise cómo y qué activa nuestro cerebro puede saber exactamente qué siento, qué me emociona, qué deseo.
Una vez desarrollado, dicho algoritmo podría reemplazar con éxito al votante, al cliente y al espectador.

Harari señala que el verdadero problema a que nos enfrentamos no proviene de que las máquinas controlen todo lo que hacemos, como en la metáfora del Gran Hermano, sino de la disolución de nuestra individualidad al dejarnos dirigir por algoritmos externos que nos proporcionan una vida más placentera.

Según el autor, la ciencia está haciendo tambalear los fundamentos del liberalismo, y una nueva religión transhumanista o poshumanista tendrá que sustituir dichos principios por otros nuevos que definan el rol del ser humano en la sociedad del futuro.

Para Harari, las nuevas religiones provendrán de Silicon Valley o de centros tecnológicos similares en otros países. Propone dos religiones como candidatas para llenar el hueco que deje el humanismo liberal: el tecnohumanismo y el dataísmo.

La primera de ellas pretende crear un superhombre a través de modificaciones en el ADN que permitan una auténtica revolución cognitiva. Esta revolución podría transformar a Homo sapiens en Homo deus y darnos acceso a ámbitos hoy por hoy inimaginables. El sueño del humanismo evolutivo de mejorar la especie humana por selección de los mejores se realizaría por medio de la ingeniería genética, la nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador. El problema de modificar la mente no sólo es tecnológico –de saber cómo hacerlo–, sino también de voluntad –en qué dirección, cómo queremos ser–. El tecnohumanismo se encuentra ante un dilema: dependemos de nuestros deseos para modificar la mente en una dirección y, al tiempo, quizá podremos programar los deseos que motiven a los nuevos poshumanos.
El dataísmo, por su parte, sacraliza la información. La libertad de información y la maximización del flujo de datos, conectando entre sí todos los sistemas susceptibles de hacerlo, son los mandamientos dataístas. Los organismos se definen como organismos orgánicos capaces de procesar datos con vistas a facilitar su supervivencia y reproducción. La inteligencia puede desconectarse de la conciencia y resultará sencillo construir algoritmos inorgánicos que mejoren con mucho las prestaciones intelectuales de los orgánicos y que terminen por conocernos mejor que nosotros mismos. Los dataístas asumen que, si Homo sapiens es, como todo ser vivo, un sistema de procesamiento de datos, podrá ser sustituido por un sistema mucho más eficiente de silicio, el llamado Internet de Todas las Cosas. Las experiencias humanas perderán su valor en tanto que puedan ser reemplazadas por algoritmos muy inteligentes. No serán necesarios taxis, médicos, profesores, abogados, ingenieros o, incluso, artistas. Sin embargo, salvo que los humanos, o la propia inteligencia artificial, programen algoritmos provistos de deseos, de criterios para organizar el mundo, no parece que el dataísmo cambie de manera decisiva el rol del ser humano. Sólo en ese caso el Internet de Todas las Cosas podría terminar por ser el nuevo valor a sacralizar ya sin remedio.

Algunas reflexiones finales
 
Homo Deus es un libro ameno e interesante por lo que tiene de sorprendente y provocador en sus tesis principales. A pesar de que el mañana no es predecible, como asegura Harari, el lector ve cómo el autor le conduce, con maestría y de manera en apariencia inevitable, hacia un futuro que resulta inquietante y en el que se plantean interrogantes que cuestionan los principios y valores en que hemos sido educados. En el haber del libro debe destacarse esa eficacia en la seducción del relato que desarrolla, pero el ensayo tiene también importantes debilidades. La mayor de todas ellas es una ambiciosa combinación de esquematismo en el análisis y de aparente solidez en la predicción de los acontecimientos futuros.
La simplicidad y la economía son virtudes deseables en la elaboración de modelos científicos, pero exigen muy rigurosas condiciones lógicas y empíricas en su aplicación, casi siempre ajenas a las posibilidades metodológicas de la hermenéutica histórica. Las ciencias sociales y la filosofía, sabedoras de ello, acostumbran a lidiar con la complejidad, procurando incrementar modestamente la inteligibilidad de los acontecimientos históricos. Harari, por el contrario, se desplaza por la espesura histórica como si esta estuviera atravesada por senderos despejados y bien iluminados. Y, aunque es evidente que la simplificación forma parte de una estrategia retórica legítima, resulta exasperante para un lector medianamente experto. Ni la evaluación optimista de los avances alcanzados por la civilización actual, como hemos hecho notar, ni las consecuencias que se derivan de ella para la agenda futura son sólidas, aunque se presenten como tales, pues su legitimidad se deriva de la ocultación sistemática de la incertidumbre que introducen los matices2. Otro tanto ocurre con la sucesión de grandes relatos que describe el autor al transitar con excesivo esquematismo por la religión, el humanismo y sus interacciones.
El segundo elemento de su fórmula es la necesidad. Harari pronostica un escenario futuro en el que el ser humano acometerá tareas y afrontará consecuencias radicalmente nuevas, sin las herramientas que el pasado y la propia naturaleza humana, rebasada por el superhombre, podría ofrecerle. Esta sensación de vacío y de novedad, combinada con la virtual necesidad con que parecen presentarse los acontecimientos –a pesar de sus inteligentes llamadas a la prudencia en los pronósticos–, confiere un tono escatológico al libro, un estilo que, a pesar de su ateísmo, el autor, de cultura judía, parece manejar muy bien.
Observemos con más detalle algunos ejemplos del cuestionable proceder del autor. Admitiendo que son las elites las que marcarán el futuro de la humanidad, resulta poco atinada la descripción que hace Harari del panorama contemporáneo en aspectos tales como el triunfo de las tesis liberales o la desaparición en la práctica del poder de las otras religiones, las tradicionales. La diversidad de valores y patrones socioculturales en el mundo de hoy es enorme y lo es también, en buena medida, entre las elites que controlan el mundo. Harari argumenta como si, en la práctica, lo único que contase a nivel ideológico fuesen los valores triunfantes en los países occidentales durante el último medio siglo. Pero las cosas son más complejas, y fenómenos como la crisis de las clases medias en los países industrializados, los movimientos migratorios masivos en un mundo global, la baja tasa de natalidad en los países occidentales y la vuelta al primer plano de los nacionalismos, pueden cambiar drásticamente el panorama sociopolítico, algo de lo que parecen un buen ejemplo acontecimientos como el Brexit o el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos. Otro tanto podría decirse de la capacidad de la gente común para resistir y refractar los dictados de las elites. Tan cierta es la capacidad del poder para dirigir determinados aspectos de la vida ciudadana como el poder de los ciudadanos para vivir su vida, en lo fundamental, al margen de los imperativos culturales y políticos.
A Harari le dan miedo –con motivo– las transformaciones que aguardan al hombre del futuro, cambios que presenta cualitativa y cuantitativamente distintos de otros operados en el pasado. ¿Qué tipo de relación se establecerá entre los viejos sapiens y esos nuevos humanos, monopolizadores del poder y del conocimiento, dotados de cualidades cognitivas y físicas significativamente distintas? No es posible saberlo, pero en el pasado podemos encontrar algunas pistas inquietantes. Desde el descubrimiento del fuego, la rueda, el arado o la armadura, pasando por todas las industrias militares, de ingeniería y ciencia general, el hombre ha incrementado de manera incesante sus posibilidades de colonización y de explotación de los recursos, incluidos los recursos humanos. Cada nueva transformación ha generado expectativas inciertas y ha desatado el desacuerdo entre apocalípticos e integrados. Desgraciadamente, no vemos por qué esta tendencia podría invertirse, salvo que sapiens dejara de ser sapiens. La insistencia de Harari en la novedad radical de los cambios no está justificada, no al menos como una necesidad insoslayable. La única esperanza, aunque tenue, proviene de que nunca como hasta ahora hemos sido tan conscientes de lo que hacemos y quizás eso nos obligue de verdad a definir y a escoger qué mundo queremos.
Harari pronostica un escenario futuro en el que el ser humano acometerá tareas y afrontará consecuencias radicalmente nuevas
Otra tesis central y controvertida defendida por Harari consiste en subrayar la importancia de los relatos en la organización de las sociedades, proporcionando sentido al mundo. Recordemos que Harari describe primero la sustitución de las religiones tradicionales por el orden humanista-liberal y, a continuación, anuncia la disolución de éste como consecuencia del avance científico y tecnológico, a lo que seguirá el desarrollo de nuevos relatos que cubran ese vacío. Esta tesis plantea varias dificultades.
En primer lugar, el liberalismo resulta plenamente compatible con la ciencia. En nuestra opinión, el contenido de los grandes relatos, ya sea el humanismo o cualquier otro, por el modo en que lo aprendemos, resulta en la práctica inmune a la inconsistencia lógica o empírica de sus postulados. Los seres humanos aprendemos a través de interacciones sociales de tipo valorativo lo que puede ser considerado verdadero con respecto a un amplio conjunto de saberes transmitidos culturalmente que no son directamente evaluables por los individuos o, si lo son, no de una manera inmediata. Por ello resulta poco razonable asumir que los avances científicos, cuestionando determinados aspectos de lo que es un ser humano, puedan ocasionar la desaparición del paradigma humanista.
En segundo lugar, pensamos que pronosticar el fin de los relatos religiosos convencionales es como predicar el fin de la historia: un brindis al sol. Las religiones han contribuido a generar y sostener el orden social en cada circunstancia histórica. Sin embargo, el fenómeno religioso no es reductible a esa funcionalidad, pues, como parece evidenciar la investigación naturalista, es también un subproducto de nuestro aparato cognitivo evolucionado y su presencia en nuestra mente es inmune al cambio histórico. Dicho de otro modo, el pensamiento religioso, como estilo cognitivo, está a salvo de los hechos empíricos y del cambio de las creencias científicas.
Por último, desde una perspectiva naturalista como la que adopta Harari, se echa de menos una reflexión en profundidad acerca de por qué somos tan proclives a crear mundos imaginarios, intersubjetivos y plenos de significado, y, al mismo tiempo, somos capaces de vivir en ellos de manera poco congruente con sus principios. Tanto los indicadores sociográficos obtenidos en las encuestas como los resultados de la investigación psicobiológica muestran que la mayor parte de la gente vive su vida sin que los valores dominantes en su cultura supongan algo más que marcas de clase identitarias que permiten al individuo formar parte de un grupo, de una clase o de una nación. Sólo algunas personas entran en flujo emocional con determinados principios y pasan éstos a ser realmente algo importante en su vida. Y lo mismo sucede con las elites que tienen el poder de tomar decisiones que afectan a muchos, pero que normalmente están ocupadas en no perder su estatus y, en el mejor de los casos, en resolver los problemas que afronta su sociedad. Y para ello son mucho más decisivos que los principios otros factores de tipo ecológico, social, económico y tecnológico. Solo así se entiende que los valores cristianos hayan sido compatibles con el movimiento misionero, la Cruz Roja, la teología de la liberación, la Banca Vaticana, el franquismo o el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. O la facilidad con que una sociedad como la española se transformó en democrática: básicamente, porque la gente no era fascista, como ahora tampoco es demócrata. Lo mismo podría decirse de la transformación de la sociedad comunista rusa en una democracia de libre mercado.
En otras palabras, tendrá mucho más impacto para el futuro de la humanidad la solución que ofrezcan las elites a las personas que resulten innecesarias, porque su trabajo es sustituido por robots o máquinas, o la aparición de nuevas tecnologías que ahora no imaginamos, que las reflexiones de filósofos, sociólogos o historiadores describiendo las inconsistencias del paradigma liberal y la necesidad de reemplazarlo por otro nuevo. Esto no quiere decir que no sea absolutamente preferible una sociedad en la que las elites tengan que ajustarse a unos valores democráticos, en la que existan controles entre los poderes del Estado, en la que se respete la libertad de los ciudadanos y se asuma la reivindicación de los derechos humanos, por más que, como sugiere Harari, sea un ideal imaginario. Lo que sugerimos es que la mayoría de las personas, sean o no parte de las elites, vivirán su vida manteniendo una implicación con estos valores emocionalmente distante, aunque los aprueben y los defiendan, no muy diferente de la que la mayor parte de los creyentes tienen hacia los preceptos de su religión.
Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).
Miguel Ángel Castro, filósofo y doctor en Antropología, es coautor, con Luis Castro y Julián Morales, de los libros Metodología de las ciencias sociales (Madrid, Tecnos, 2005) y Ciencias sociales y naturaleza humana (Madrid, Tecnos, 2013).
Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento human (Madrid, Siglo XXI, 2003).
05/07/2017
1. Véase Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro, trad. de Joan Soler, Barcelona, Paidós 2012.
2. El estilo seductor de Harari se halla en las antípodas del rigor analítico y la sensibilidad por el detalle de un Charles Taylor en Sources of the Self. The Making of the Modern Identity (Cambridge, Harvard University Press, 1989), por ejemplo.

lunes, 19 de octubre de 2015

El eterno dilema. Angus Deaton




FERNANDO TRÍAS DE BES, ESCRITOR Y ECONOMISTA.PROFESOR ASOCIADO DE ESADE

LA VANGUARDIA, 18-10-2015

Este lunes, la Academia Sueca de las Ciencias galardonó al escocés residente en Estados Unidos Angus Deaton con el premio Nobel de Economía por “su análisis sobre el consumo, la pobreza y el bienestar”.

Ha sido un premio merecido. Son muchas las ideas y aportaciones de Deaton. Muchas de sus conclusiones, algunas controvertidas, nos muestran un eterno dilema que conduce a los dos polos opuestos de ideología política: liberalismo y socialismo.

Deaton llega a cuatro terribles conclusiones, en distintos ámbitos, que quisiera destacar.

Una, el mundo es mucho mejor hoy, pero es terriblemente más desigual. La esperanza de vida ha pasado de los treinta a los ochenta años en apenas unas décadas. Los índices generales de pobreza se re¬ducen. Sin embargo, las desigualdades persisten e incluso se extreman, ideas que están en la línea del economista francés Thomas Piketty y su conocida obra El capital en el siglo XXI.

Dos, que las ayudas al desarrollo no son siempre beneficiosas para los países pobres y, en algunos han producido más daño que beneficios. Los países tienen la obligación de desarrollarse por sí mismos, han de ser capaces de crear sus propias instituciones para garantizar la salud, la educación y la cultura. Son ellos quienes deben ser autónomos con su ciudadanía y sus necesidades. Las donaciones desde el exterior son, sin duda, una gran ayuda en casos perentorios, hambre, enfermedades, desplazados de guerra, lucha contra plagas y pandemias. Sin embargo, en ciertas ocasiones, dificultan esa autonomía que los estados deben ser capaces de aprender a desarrollar. Deaton estima que ninguna ayuda debe ser superior al 50% de la producción total de un país o nace la corrupción y la incapacidad para auto gestionarse. Deaton no es, por tanto contrario a las ayudas internacionales y labores de oenegés, pero propone limitarlas en la cuantía y en la función que deben tener: situaciones donde la ética, caridad y la moral obliguen a ello.

"Ninguna ayuda debe ser superior al 50% de la producción total de un país o nace la corrupción y la incapacidad para autogestionarse”

Tres, en un ámbito muy distinto pero un mismo trasfondo, Deaton sostiene que la desigualdad es nociva y que provoca inestabilidad social, pone en riesgo la democracia y favorece la marginación de ciertos colectivos desfavorecidos que no pueden acceder a las mismas oportunidades que los más agraciados. Sin embargo, cuando la desigualdad es producto del emprendimiento, estamos ante una forma positiva de desigualdad. Por simplificarlo: si Amando Ortega, gracias a su intrepidez, imaginación, acierto y visión se convierte en uno de los hombres más ricos del mundo, la desigualdad aumenta porque los cálculos de distribución de riqueza se ven afectados. Mucho dinero en manos de po¬cos supone más desigualdad. Ahora bien, esta desigualdad es producto de un incentivo personal que produce empleo, creci-miento económico y desarrollo. ¿No sería contraproducente eliminarlo?

La cuarta y última idea es devastadora. Deaton escribe: “El desarrollo no es un problema técnico o económico, sino político”. En otras palabras, los economistas sabemos cómo erradicar la pobreza. Lo que lo impide es la política, especialmente cuando esta es corrupta y basada en el enriquecimiento personal a través de lo público. Debe limitarse al máximo el poder político y el tamaño de las instituciones. Sin embargo, eso debilita las políticas sociales, necesarias para la equidad.

EL INDIVIDUO 0 EL PUEBLO

Estas cuatro ideas de Deaton tienen un denominador común y que es el eterno debate de la economía, que nace en Adam Smith y desemboca en Marx.

El interés individual versus las necesidades sociales. Lo privado contra lo público. El individuo o el pueblo como beneficiarios principales de la economía.

Eso nos lleva a una cuestión antropológica, como no podía ser de otra forma. El ser humano se mueve por incentivos. Si puede obtener algo, realizará un esfuerzo. Si no, se abandonará a la desidia. El fracaso de los comunismos demuestra que el todo para todos no funciona porque el incentivo es desigual. Es el beneficio que obtendrá vendiendo pan el motivo por el cual el panadero se levanta a las cuatro de la mañana a trabajar. No satisfacer el hambre de sus congéneres, escribió el padre del liberalismo económico.

Sin embargo, el liberalismo atroz va dejando a seres huma¬nos en la cuneta. No todos gozan de las mismas oportunidades. Y, como demuestra Deaton, el in¬centivo personal produce desigualdad. Grandísima y terrible conclusión. El egoísmo pone en marcha la economía y al mismo tiempo la pone en riesgo.

Por otro lado, sabemos desde Plauto, en el siglo I a. C., que el lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro. Tenemos ya constancia de a dónde conduce el liberalismo sin una proporción suficiente de conciencia social, de redistribución de la renta y oportunidades. La res pública debe corregir lo que el interés individual, sea por desconocimiento o por maldad, produce de forma colateral. Efectos secundarios de un medicamento llamado libertad.
Y así andamos en economía y así sufrimos en política. Tratando de encontrar el modo de incentivar y corregir. De premiar y repartir. De enriquecer y tributar.

Eterno dilema que no resolverá ni ciencia ni religión. Porque no estamos ante un problema económico, sino político. La honradez en política es condición sine qua non para que cualquier teoría económica pueda ser aprovechada.

"La desigualdad es nociva y provoca inestabilidad, pero cuando es producto del emprendimiento, estamos ante una forma positiva de desigualdad”

Y volvemos a la antropología. A la naturaleza del ser humano, capaz de lo mejor o capaz de lo peor; de emocionarse y darse al otro o de matar por ideales. Y ahí detrás está agazapada la economía, tratando de encontrar a través de las ideas y la investigación las mejores formas de resolver las contradicciones que subyacen en el propio ser humano.

En fin. Enhorabuena a Angus Deaton por el Premio Nobel, por hacernos pensar y mantener vivas las cuestiones que ya identificaron, a su manera, los filósofos griegos y pensadores latinos, y por rescatar aquello de bueno que tanto tienen el liberalismo atroz y el socialismo utópico. La virtud está en el punto medio, como dijo Aristóteles, considerado por muchos el primer economista de la historia. Ahí seguimos.

Los nietos de Mao

 Isidre Ambrós

LA VANGUARDIA,   18/10/2015

La ambición y el "vivir al día" definen la generación que dirigirá el destino de China cuando sea la primera potencia

Las familias chinas observan con una mezcla de orgullo e inquietud el fin de la carrera universitaria de sus hijos y su aterrizaje en el mundo real. La generación nacida a ­finales de los años ochenta y ­principios de los noventa, la que está construyendo una superpotencia que le tocará dirigir en el futuro, tiene desconcertados a sus mayores. La consideran irreco­nocible para lo que son losesquemas del país. Son un colectivo muy ambicioso, que apuesta por un "vivir ahora y luego ya veremos".
Ellas y ellos comparten buena parte de las dosis de pragmatismo de sus colegas europeos. Les preocupa su futuro, el precio de la vivienda y el ganar dinero, pero a diferencia de estos últimos, se muestran más optimistas sobre su porvenir. Asumen que su incorporación al mundo laboral no es tan fácil como se lo habían pintado, pero tampoco se inquietan por la desaceleración económica de su país. Una tranquilidad derivada de ver que los salarios crecen más del 9%, muy por encima del 7% de la tasa de crecimiento del PIB, y de que se crean más de 10 millones de empleos anuales.

"Están frustrados porque ven que hay más competencia que antes a la hora de buscar empleo, pero son optimistas porque la crisis económica aún no ha llegado y, por tanto, no se sienten amenazados", señala Jean Pierre Cabestan, profesor de la Ciencias Políticas de la Universidad Baptista de Hong Kong, a la hora de justificar cómo afrontan la vida estos jóvenes veinteañeros. Una mayor competencia en el mercado laboral causada porque cada año salen de las universidades más de 7 millones de jóvenes dispuestos a comerse el mundo. Cifra que eleva al 12% la tasa de paro entre los universitarios, frente al 5,06% de media nacional urbana.

Un diagnóstico que confirma Qing, licenciada en Filología Hispánica. "Al salir de la universidad me he dado cuenta de que la vida no es tan fácil como nos explicaban en clase. Los profesores nos decían que si trabajábamos duro, en dos años nos haríamos ricos. Ahora veo que no es así", dice esta joven de 24 años, que lleva más de un año como profesora de español en una academia. Reconoce que no le costó mucho encontrar empleo, pero asume que con lo que hace no se hará millonaria con este trabajo. Ella pertenece a la primera generación de jóvenes chinos que ha crecido en un país estable y con una economía en pleno desarrollo, con tasas de crecimiento anual de dos dígitos. Una vida cómoda, con juegos de vídeo, móvil desde la secundaria, posibilidad de comer una hamburguesa con patatas fritas y viajar al exterior.

Qing, y otros muchos como ella, son los primeros que se han beneficiado de aquel ideal que proclamara Deng Xiaoping de "hacerse rico es glorioso". Una consigna que llevó a sus padres a esforzarse para que ellos tuvieran un futuro mejor. Para que no sufrieran los estragos que padecieron ellos del Gran Salto Adelante (un conjunto de medidas desastrosas que provocó una gran hambruna en el país y la muerte de 20 millones de personas) y los efectos de la Revolución Cultural, que sembró el caos en el gigante asiático durante una década.

Estos años que les tocó vivir convirtió a sus padres en conservadores a ultranza. Forma de pensar que ha provocado un verdadero cataclismo generacional con sus hijos. Para ellos, el comportamiento de este colectivo de más de 400 millones de jóvenes les ha convertido en una generación irreconocible. Los ven apáticos, indiferentes y materialistas, y no comprenden que sus hijos no se preocupen por blindar su futuro. Y es que tanto los que buscan una realización personal más allá de amasar una fortuna -que son los menos-, como los que ambicionan ser millonarios a los treinta años, todos coinciden en que lo que importa es vivir el momento. "Sólo se interesan por la buena vida", subraya Cabestan.

Pero el concepto de buena vida no es el mismo para todos estos jóvenes nacidos después de la masacre de Tiananmen de junio de 1989. Aquella matanza de estudiantes, que salieron a la calle pidiendo transparencia al Gobierno en la lucha contra la corrupción y acabaron aplastados por las tropas del Ejército Popular por reclamar más democracia, afectó profundamente a la sociedad china. El régimen comunista se encargó de erradicar toda inquietud política entre la juventud, pero también ahondó las diferencias sociales, que se han incrementado con el paso de los años.

Para unos, la buena vida es hacer un máster en el extranjero o tomarse un año sabático como inversión de una experiencia vital, piensan uno de cada cuatros chinos de entre 15 y 25 años, según un estudio de Walter Thompson. Para otros es hacer carreras nocturnas por las principales calles de Pekín con un Lamborghini o un Ferrari, invertir en la bolsa y gastárselo luego en productos de lujo, viajar a lugares exóticos y aprovecharse de un apellido.

Para Ignacio Alonso, ex profesor visitante de la Universidad Tsinghua de Pekín, lo que predomina en esta generación "es una cierta conciencia de futuro, de destino". Un esquema en el que todos tienen claro su papel.

"En un extremo se sitúan los hijos de las familias normales o de funcionarios de provincias, que se conforman con aspirar a un trabajo que les lleve a ser mejores que sus padres", dice este profesor asociado a la UPC. "En el otro, se halla el grupo de los herederos del régimen, los niños mimados de las élites comunistas, cuya conciencia linda con el pecado de la soberbia, y que asumen que a sus años ya tienen la vida resuelta por ser hijos de familias poderosas del Partido".

Un ejemplo de ello se dio hace poco en la estación del tren que lleva al aeropuerto de Pekín. Un joven vestido con bermudas y escuchando música a través de su iPhone no vaciló en saltarse una cola de una veintena de personas con un carnet rojo del Partido en la mano. "En China, yo paso primero", se limitó a decir al ser exhortado por este periodista a esperar su turno.

En los últimos tiempos, sin embargo, el horizonte se ha oscurecido para todos. Aunque para unos más que para otros. La desaceleración económica, la lucha anticorrupción y la degradación medioambiental, entre otros problemas, plantean cuestiones fundamentales sobre la sostenibilidad del modelo de crecimiento chino. Afectarán principalmente a los hijos de las familias rurales, los que trabajan en las fábricas de la provincia sureña de Guangdong, que sufren los efectos de la ralentización económica china.

Este panorama, sin embargo, tampoco parece inquietarles demasiado a esta generación que ha crecido conectada a internet y realiza el 40% de sus compras a través de la red. Sobresale su desinterés por la política. Lo único que les preocupa es su situación personal. "Francamente, me cuesta preocuparme por el país. además no es rentable", señala Qing. "Si saliera a manifestarme, por ejemplo, para protestar por la contaminación, la policía me perseguiría toda la vida. Esta situación explica que los jóvenes chinos nos expresemos a través de las redes sociales, es más efectivo y más seguro", añade esta profesora de español.

Su pensamiento refleja el sentir mayoritario de esta generación nacida entre mediados de los ochenta y noventa por la política. Un estudio del Instituto de Sociología de la Academia de Ciencias Sociales de China (CASS) señala que los jóvenes con mayor nivel educativo y procedente de las mejores universidades del país son las menos proclives a interesarse por la política y a ingresar en el Partido Comunista, aunque suman la mayoría de admitidos. Según cifras oficiales de la organización, casi el 39% de los más de 87 millones de sus afiliados tienen titulación universitaria.
"A la mayoría de los estudiantes no les importa el partido", afirma Xiaomei, una estudiante de Filología Hispánica que ha optado por cursar un máster de Comunicación en Londres. "En la universidad es prácticamente obligatorio afiliarse, pero muchos son miembros durmientes que luego abandonan la organización cuando entran a trabajar en una firma extranjera", precisa Jean Pierre Cabestan. "El único interés que tiene ser del partido es si pretendes trabajar en la Administración o en alguna empresa estatal", subraya Qing.

Esta falta interés de la generación de los ochenta y noventa por ingresar en la organización comunista tiene su razón de ser. La reticencia ha crecido entre los jóvenes a medida que prolifera la iniciativa privada, ya que el partido ha dejado de ser el único trampolín para ascender en la escala social del gigante asiático, a pesar de que aún desempeña un papel importante. El desinterés que muestran ellas y ellos por la política y el partido contrasta con su enorme ambición por alcanzar la cima del reconocimiento social. Un objetivo que se traduce por tener éxito en los negocios y hacerse rico cuanto antes. Metas por las que la mayoría de miembros de esta generación están dispuestos a realizar los sacrificios que hagan falta.

Aún no han asaltado el poder. Están preparándose para cuando llegue su hora. Un momento que seguramente coincidirá cuando China se convierta en la primera potencia mundial, lo que los analistas prevén que sucederá en torno al año 2020. Ellos son las mujeres y los hombres predestinados a dirigir el destino del gigante asiático y a influir en la marcha del planeta dentro de unos pocos años. Son los nietos políticos de Mao, aunque en ellos apenas quede nada de la ideología del Gran Timonel.

viernes, 9 de octubre de 2015

Entrevista a Daniel Innerarity. "El gran riesgo es que la política llegue a ser irrelevante"

José María Izquierdo, El País, 28/09/2015



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Nos domina la política, pero creemos poco en ella. ¿Habrá política y políticos en el siglo XXII? ¿Cómo será la organización social? El gran riesgo que corremos, con esta inercia en la que ahora estamos, es que la política llegue a ser algo irrelevante. Esa es la gran amenaza. Es decir, que las cosas se autoorganicen sin ninguna intervención expresa intencional de los seres humanos. Y el gran desafío es cómo conseguimos que la política pase de una lógica de la reparación a una lógica de la intervención, incluso de la anticipación. Eso en estos momentos resulta muy difícil porque las cosas van a gran velocidad. Yo creo que la aceleración en la que vivimos en el mundo contemporáneo nos está llevando a un sistema en el cual estamos muy poco en el presente. Eso que Paul Valéry llamaba el régimen de sustituciones rápidas. Estás muy poco tiempo en el presente porque las cosas se vuelven obsoletas enseguida. La lógica de la moda ha invadido la lógica política y lo que tenemos son productos de temporada. Por tanto, también los tiempos de la decepción política se han acelerado dramáticamente. El tiempo que tarda alguien en decepcionarnos, el carisma en agotarse, la percepción de inutilidad, se reduce. Y eso nos conduce a una paradoja. Si yo pregunto a mi abuelo: “¿Qué te evoca la palabra futuro?”, él me dirá que una cosa muy alejada en el tiempo, seguramente unos cien años o algo así, el tiempo que usted me plantea. ¿Pero qué pasa hoy día? Pues que la palabra “futuro” nos evoca a algo inmediato, lo que tarda en caducar nuestro iPhone, un año y medio más o menos. El futuro es 2016.


Pues no, yo le pregunto por el siglo XXII… Lo sé, lo sé. Yo preveo una evolución de la humanidad positiva hacia fórmulas de gobierno más inteligentes y en las cuales haya una cooperación entre quienes tienen que regular y quienes tienen que ser regulados. ¿Por qué? Pues porque los riesgos a los que estamos abocados en materia financiera, en materia medioambiental, de intervención genética, solamente se pueden arreglar o prevenir introduciendo el saber de los expertos, la legitimidad de los representantes políticos y la opinión de la gente. Y eso es lo que tenemos que conseguir. Al mismo tiempo yo creo que los partidos y los sindicatos tienen un gran problema…


Más de uno, diría cualquier observador. Desde luego… Todas las instituciones que establecen una mediación, me da igual que sean las escuelas, las religiones, los partidos, los sindicatos, los profesores, están sometidas a una exigencia renovada de legitimación, y toda mediación que no aporte un valor nos la vamos a llevar por delante. En ese panorama, los partidos son una institución muy pesada porque responden a lo que a mí me gusta llamar la lógica del contenedor. Es decir, la lógica según la cual los partidos no se limitaban a representar ciertos intereses, sino que, de alguna manera, los partidos clásicos estructuraban sectores enteros de la sociedad y estabilizaban identidades sociales y políticas. Los trabajadores votaban a la izquierda; los empresarios, a la derecha; los de aquí, al partido de aquí, etcétera. Bueno, en una democracia de partidos clásica, esa democracia correspondía a una geografía sólida. Hoy lo que tenemos es más bien un panorama difuso. [Zygmunt]Bauman decía que líquido, yo más bien creo que es gaseoso, el mundo en que estamos es más bien un mundo gaseoso. Y esta fluidificación o este estado gaseoso del mundo afectan a los electores y a las organizaciones.


¿Y cómo puede uno enfrentarse a lo gaseoso, tan difuso como indica su propio nombre? Dice usted que afecta a ambas partes… Desde luego. A los electores, en la medida en que les hace muy imprevisibles. Lo hemos visto en España en las últimas elecciones. El porcentaje de indecisos en el último momento ha sido altísimo. Pero es una característica general de las democracias occidentales. Lo digo también para que comprendamos la difícil tarea de los partidos en el mundo actual. Interpretar lo que quiere la gente no es tan fácil como algunos dicen. En este estado gaseoso, por ejemplo, se ha debilitado enormemente la idea de programa electoral. ¿Qué sentido tiene un programa electoral cuando el mundo cambia a una enorme velocidad, y los compromisos que un partido puede adquirir chocan con la realidad de la imprevisión, del futuro, de que realmente no sabemos lo que va a pasar en cuatro años?


Y aún será más complicado si ese poder hay que compartirlo con otras fuerzas, como en un Gobierno de coalición o, por lo menos, sin mayorías absolutas. Es que ya nunca va a haber un poder absoluto. El poder cada vez está más repartido. El poder se ha transformado, se ha horizontalizado, si se me permite la expresión, y constituye un modo de poder político que ha venido para quedarse. Absolutamente. Esa es otra de las características evidentes de ese mundo gaseoso del que antes hablábamos. Ese fenómeno de dispersión ya se da ahora, pero se verá mucho más agudizado dentro de cien años. Por tanto, ¿qué racionalidad estratégica pueden tener las instituciones, los partidos, los sindicatos u otras organizaciones cuando el mundo se ha vuelto tan imprevisible? El gran desafío de la política es desarrollar una racionalidad estratégica que no sea dogmática, que no choque con la evolución de una sociedad que va a velocidad acelerada.


¿Y qué se puede hacer frente a este vértigo? Pues, entre otras cosas, no disolver la política en una amalgama de partidos instantáneos o en esa fugacidad y ese carrusel de promesas imposibles de cumplir en el que se ha convertido la política hoy día. En estos momentos, el eje dominante es el de lo nuevo y lo viejo frente a otros ejes a los que estábamos acostumbrados. Yo creo que para los partidos y las organizaciones, el gran desafío que se plantea es cómo actuar en entornos que ya no están regidos por la lógica de la fábrica fordista. Hay que desarrollar una inteligencia adaptativa, recomponer su capacidad de representar y gobernar en una sociedad que se ha vuelto más exigente, que controla más celosamente las delegaciones de autoridad. Eso es un gran desafío, eso es una enorme dificultad.


Y de acuerdo con todo eso, ¿en 2150 vamos a tener unos partidos más débiles, más fuertes o quizá ocurra que ya no existan los partidos políticos? ¿Y los sindicatos? Habrá partidos.


¿Pero cómo? Yo creo que los partidos tienen mucho que decir en cuanto a la clarificación de las opciones y como lugar de formación y participación. También en el control de los electos, por supuesto. Otra cosa es que lo estén haciendo bastante mal, y probablemente los sindicatos también. ¿Pero hay algo peor que malos sindicatos? Sí, un mundo sin sindicatos. ¿Hay algo peor que malos partidos? Sí, un mundo sin partidos.


¿Y se llamarán partidos políticos? Seguramente les llamaremos de otra manera, aunque no estoy tan seguro. De hecho, me acuerdo cuando una vez en la escuela de verano del Partido Democrático Italiano, Luigi Bersani, que entonces era su secretario general, me dijo que él se empeñó mucho en que el Partido Democrático se llamara partido. Italia en ese momento estaba llena de olivos,margaritas, Forza Italia. Bersani insistió: “Vamos a llamarnos partido”. Y tuvo una gran oposición.


También en España… Exacto. Los dos partidos emergentes en España no se llaman partidos. Han preferido Podemos, Ciudadanos o las plataformas electorales de nombres variados. Han omitido el nombre de partido, pero, si me puedo poner un poco a contracorriente de la ola que tenemos, creo que la palabra “partido” es muy precisa, implica entre otras cosas aceptar que la representación de la gente es plural y que nadie la representa en su totalidad. Somos una parte, es una parte.


¿Y Parlamentos? Al comienzo decía usted que… Los Parlamentos tienen una gran dificultad, y es que tal y como existen en las democracias contemporáneas son una institución que requiere el espacio lento de la deliberación política. Pero el actual tiempo rápido de los cambios sociales se escapa completamente de ese tiempo lento de la deliberación. En estos momentos, pensar que los Parlamentos controlan a los Gobiernos es un anacronismo. Los Gobiernos controlan a los Parlamentos. Es decir, se cumple el principio de Gregory Bateson de si la calefacción regula el termostato o el termostato regula la calefacción. Más que por los Parlamentos, creo que esa función de control político la ejercerán en el futuro una multitud de foros, de espacios de debate, espacios deliberativos híbridos, en los que se realice una cierta parlamentarización, pero más informal, de las decisiones colectivas. Estoy pensando en las comisiones, en los foros, en los comités de expertos, desde los espacios locales, municipales, hasta el Comité de Basilea, donde se toman las grandes decisiones de la regulación financiera. Lo que sí debería preocuparnos, y hay que evitarlo a toda costa, es que desaparezca esta función de control, que se hurten a la discusión pública decisiones fundamentales que afectan profundamente a la vida de los ciudadanos.


¿Y será posible controlar otro tipo de decisiones, como las económicas y financieras? Pues yo creo que el gran desafío que tenemos para el siglo XXII es cómo conseguimos que el sistema político sea más inteligente que aquello que tiene que regular. Me explico: mientras el sistema económico financiero, por ejemplo, sea más inteligente, es decir, más flexible, más adaptativo, más rápido, más innovador que el sistema político con toda su lentitud y su pesadez, se escapará de la legitimación colectiva de las decisiones.


Y en el futuro, esos foros… Tendrán todavía más presencia. Mucha más, por supuesto. El problema que tendremos entonces será cómo resolver la agregación de todas esas presiones colectivas. La reinvención de la política tiene que ser eso. Una agregación sin ninguna lógica, sin ningún criterio de legitimación, puede producir en la interacción resultados muy poco deseables.


Esta frase es suya: “Lejos de convertir la política en un anacronismo, la técnica (mejor dicho, sus fracasos sonados o sus riesgos potenciales) ha reforzado el prestigio de la política”. Es de hace algún tiempo, sí… Mi hipótesis es la siguiente. Situémonos en los años sesenta. En aquella época, a derecha e izquierda, se pensaba que la política iba a ser completamente sustituida por la técnica. Unos lo entendían en un sentido amenazante; otros, en un sentido esperanzador. Era el momento de los tecnócratas, pero también era el momento de la planificación tipo soviético, todos los instrumentos de gestión pública que nos prometían un mundo indiscutible de hecho, de fantasías, de tecnologías que resolvían problemas políticos. Como consecuencia de todo ello, fue un momento de gran despolitización que coincidió con la Guerra Fría. Y yo creo que generó una ilusión de politización de la sociedad que no era verdad. La sociedad estaba profundamente despolitizada porque estaba convencida de que la técnica iba a ser, iba a convertir la discusión política en algo superado. ¿Qué es lo que tenemos hoy día? Hoy lo que tenemos es un montón de tecnologías que han fracasado, que no han sido exitosas y respecto de las cuales la política trata de reparar los daños. La imagen de Barack Obama en el golfo de México tras el terrible vertido de petróleo de BP de 2010 ilustra a la perfección el momento del mundo en el que estamos ahora. Ese cambio de aguja de la historia me parece extraordinario y muy ilustrativo, porque señala que en estos momentos la política es la única instancia posible, muy débil desgraciadamente, pero es la única instancia posible, para reparar, prevenir, anticiparse frente a las catástrofes de la tecnología financiera, energética, etcétera.


¿Se mantendrán los ejes izquierda-derecha? Sí. Pero habrá más ejes. El eje izquierda-derecha ha tenido una preponderancia exagerada en la configuración del antagonismo democrático y ya comienzan a hacerse visibles otros ejes que complican el panorama. Por ejemplo, el eje razones tecnológicas y razones democráticas o, si se quiere, el eje definido en sus sistemas por tecnocracia y populismo. Que es un eje que no coincide exactamente con el de izquierda-derecha, sino que tiene otra inclinación. Y que permite variaciones; por ejemplo, hay tecnocracia de derechas y tecnocracia de izquierda, populismo de izquierdas y populismo de derechas. Existirá también el eje definido por las identificaciones nacionales, sobre todo en Estados compuestos, como es el caso del Estado español. Y existirá también otro eje que hemos visto ahora en España irrumpir de una manera muy particular entre lo nuevo y lo viejo. Entonces mi hipótesis es que va a haber una multitud de ejes de identificación…


¿Se da usted cuenta de que está diciendo que la política será mucho más complicada? Es que las sociedades cada vez son, y serán, más complejas. ¿Cómo es esa canción de Leonard Cohen que dice: “Qué grande era el mundo cuando no había espacio sin izquierda y derecha”? Era una gran simplificación. Y es que la manera que tenemos los seres humanos de orientarnos en el mundo es simplificando la realidad. Pero la realidad resiste poco esa simplificación y enseguida protesta y así intervienen otros factores, ¿no? Las democracias se mejoran haciéndolas más complejas, no simplificándolas.


¿Y dentro de un siglo seguirá igual de vivo el debate entre igualdad y libertad? Sin duda ese será uno de los grandes debates, con el agravante de que esa cuestión la habíamos domesticado en el seno de los Estados nacionales e incluso habíamos conseguido el llamado compromiso social democrático a partir del cual surgieron los dos grandes partidos de la posguerra. Ahora mismo la igualdad y la desigualdad son categorías globales. La gente no se está comparando con sus vecinos y con sus compatriotas. Se está comparando con las oportunidades que ve en lugares muy remotos del mundo a través de los medios de comunicación. Con lo cual las categorías de comparación son mucho más amplias.


¿Encontraremos la solución? ¿Cuánto habremos avanzado en el siglo XXII para lograr unas sociedades con una mejor distribución de la riqueza? Ahora mismo es una fuente de inestabilidad brutal. Por ejemplo, con la inmigración. Nos hemos hecho la ilusión de que es un fenómeno que se puede detener con muros y verjas, y la inmigración solo se detiene equilibrando espacios en los que no haya tantas altas y bajas presiones, porque esto es un fenómeno meteorológico. Es pura física. La tremenda desigualdad que vivimos va a producir una serie de reacciones inevitables si no logramos acabar con ella.


¿Habrá fronteras, habrá muros? Que no es lo mismo… Por supuesto que no es lo mismo. Habrá fronteras, pero no muros, porque la frontera es un espacio de delimitación que no cierra. Es un espacio de comunicación que permite el paso y que no estigmatiza necesariamente al foráneo. Pero no habrá muros porque se habrá hecho patente su inutilidad. Los muros solo sirven para reconfortar ilusoriamente a una población que tiene miedo.


¿Cómo será la inmigración en el siglo XXII? Porque a esas alturas ya estaremos todos muy mezclados… Ya lo estamos. Ahora mismo las poblaciones mestizas son más numerosas que las poblaciones monoétnicas. La mayor parte de la gente es plurilingüe en el mundo. Lo que es una rareza es el monolingüismo. Estoy encantado de vivir en una sociedad bilingüe, incluso plurilingüe, y ojalá eso sea una realidad. Dentro de unos años pensaremos en el monolingüismo y la etnicidad cerrada como una rareza. Lo cual no nos impedirá valorar una lengua propia y unas costumbres y unas tradiciones. Pero las entenderemos dentro del contexto de flujos y de contaminaciones. De hecho, si examinamos la mayor parte de nuestras costumbres, tienen un origen foráneo. Hay cantidad de costumbres que nos parecen el colmo de lo auténtico de nuestra cultura, y a veces es rotundamente falso. La trikitixa en el País Vasco, por ejemplo, que es una especie de acordeón pequeño que todos asociamos con lo más típico nuestro, llegó con los tiroleses que en el siglo XIX vinieron a construir el ferrocarril y tocaban un instrumento que sonaba muy raro y que los habitantes de aquel mundo rural vasco llamaban infernuko soinua, el sonido del infierno. Pues hoy día nos parece que es una cosa de toda la vida…


¿Tendremos una gobernanza mundial? ¿Necesitaremos una ONU? Lo que Ulrich Beck llamaba la sociedad del riesgo es una sociedad que presiona hacia la cooperación. Nos está obligando a cooperar, y esto significa que tenemos que entender la nueva gramática de los bienes comunes cuando venimos de una vieja gramática de los bienes privados o de los bienes estatalmente articulados, gestionados y defendidos. Estamos más bien acostumbrados a relaciones de fuerza no cooperativa. ¿Cómo pasamos de una gramática a otra? Pues nuestra manera de pensar más habitual es trasladar las categorías del Estado-nación al plano global. Eso no va a funcionar nunca. Lo que habrá, creo yo, serán múltiples instituciones regionales que actuarán autónomamente para resolver problemas comunes. Por simplificar las cosas, iremos a una multiplicación de espacios de cooperación intensa del estilo de la Unión Europea. La UE es el experimento político más interesante de los últimos años. No hay ningún precedente en la historia de la humanidad de unos Estados soberanos que renuncian a una parte de su soberanía para dotarse de una institucionalización común. Así que no habrá Gobierno mundial, sino más bien un sistema de gobernanza formado por acuerdos regulatorios, institucionalizados por procedimientos que exijan determinadas conductas a quienes forman parte de ellos sin la presencia de Constituciones escritas o de poder material. Esta yo creo que va a ser la gran innovación, un sistema complejo que tenga la capacidad de que se hagan ciertas cosas sin la capacidad de ordenarlo. Ya sé que es una paradoja. No habrá una autoridad en el sentido estatal de la palabra, soberana, pero habrá ciertas capacidades a través de incentivos, saber experto compartido, identificación de bienes comunes, que de alguna forma obligarán a los agentes políticos.


¿Y qué será de los nacionalismos? Hay dos tipos de nacionalismos que requieren una cierta explicación. Por un lado, los nacionalismos de las naciones-Estado: Alemania, que mira solo sus intereses; España, que rechaza la cuota de migración; Francia con Jean-Marie Le Pen. Pero yo creo que el rechazo de los Estados nacionales de avanzar en la integración que se da en Europa en estos momentos responde más a que las poblaciones se sienten socialmente desprotegidas que a una lógica nacional. Y todavía identificamos, excesivamente a mi juicio, los espacios nacionales con el lugar de la protección. A mí me parece que en este mundo, las naciones sin Estado, las regiones, las ciudades, esos espacios de entre unos seis y diez millones de habitantes que pueden ser Baviera, Cataluña, País Vasco o Escocia, lo que tienen que desarrollar es una inteligencia adaptativa y aprender mucho con mayor rapidez.


¿Qué idea del progreso tendremos en el siglo XXII, una vez vistos los adelantos que hoy ya nos asegura la ciencia?Tendremos progresos, pensaremos más en progresos que en progreso. El progreso era una enorme simplificación que establecía un eje en virtud del cual ordenábamos el mundo en una línea en la cual en un extremo estaban los progresistas y en otro los reaccionarios, y en estos momentos no es exactamente así. No porque no haya progresistas y reaccionarios, sino porque hay muchas más cosas. Pensemos que cierta derecha es más modernizadora que cierta izquierda que tiene un lenguaje e incluso unas actitudes tremendamente conservadoras. Esto ha complicado mucho el panorama. Probablemente declinemos la palabra “progreso” en plural. Y entenderemos que puede haber progreso en lo económico pero que haya retroceso en lo social, que puede existir un progreso tecnológico que implique un retroceso en cuanto a los valores éticos… Tendremos que hacer un sudoku de esas líneas. Cada civilización, cada sociedad democrática, acertará si sabe hacer la síntesis adecuada. Solo quienes sepan resolver ese juego tendrán su lugar en la política del siglo XXII.


La política explicada a los idiotas

Daniel Innerarity ofrece en su nuevo ensayo las claves para entender la actividad pública en tiempos de “confusión”: “Es malo el elitismo aristocrático y también el popular”

EL PAÍS, 28-8-2015 

En la Grecia clásica el idiotés era quien no participaba en los asuntos públicos y prefería dedicarse únicamente a sus intereses privados. Pericles deploraba que hubiera en Atenas indiferentes, idiotas, que no se preocupaban por aquello que a todos nos debe concernir. Hay algunos libros excelentes que han examinado la plausibilidad actual de este calificativo (Jáuregui 2013; Ovejero 2013; Brugué 2014). No se por qué extraña asociación esta palabra ha terminado por calificar hoy a las personas de escaso talento, cuando parece ocurrir más bien lo contrario: que los mas listos son quienes van a lo suyo e incluso tratan de destruir lo público, mientras que el sistema político se ha llenado de gente cuya inteligencia no valoramos especialmente, con mayor o menor razón según los casos.
Si hiciéramos hoy una apresurada taxonomía de la idiotez en política deberíamos comenzar, sin duda, por aquellos que quieren destruirla (o capturarla, según el vocablo más en boga). Se desmantela lo público, los mercados tienen más poder que los electorados, las decisiones que nos afectan son adoptadas sin criterios democráticos, no hay instituciones que articulen la responsabilidad política... Poderosos agentes económicos o los embaucadores de los medios de comunicación están muy interesados, por razones obvias, en que la política no funcione bien o no funcione en absoluto (y encuentran, por cierto, políticos muy predispuestos a colaborar en la demolición). Esta es la amenaza más grosera contra la posibilidad de que los seres humanos vivamos una vida políticamente organizada, es decir, con los criterios que la política trata de introducir en una sociedad que de otro modo estaría en manos de los más poderosos: democracia, legitimidad, igualdad, justicia.

Vivimos tiempos de desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política

Existe un segundo tipo de idiotas políticos en el que se encuentran todos aquellos que tienen una actitud indiferente hacia la política. Por supuesto que los pasivos tienen todo el derecho a serlo (y yo a considerar que su vida es menos lograda). No ser molestado es una de las libertades más importantes y cualquier supresión de una libertad tiene que ser justificada con buenas razones. Me gustaría únicamente recordarles que si quieren que les dejen en paz no han elegido el mejor camino para lograrlo. “La persona que desea que le dejen en paz y no tener que preocuparse de la política acaba siendo el aliado inconsciente de quienes consideran que la política es un espinoso obstáculo para sus sacrosantas intenciones de no dejar nada en paz” (Crick 1962, 16). Es muy frecuente que se produzca una alianza implícita entre quienes se desinteresan por la política y quienes aspiran al poder pero rechazan las incómodas formalidades de la política. Al final, lo que tenemos es lo de siempre pero camuflado: personas que ejercen el poder, pero que actúan como si no lo tuvieran, asegurando que no son políticos. Hay quien debe su fuerza política al rechazo de la política. En 1958 muchos franceses apoyaban a De Gaulle porque estaban convencidos de que libraría a Francia de los políticos; el poder de Berlusconi se debió en buena medida a que supo atraer a quienes detestaban a los políticos; los ejemplos de esta singular operación seguirán aumentando en la medida en que haya gente dispuesta a ceder a los encantos de la antipolítica.

Hay una tercera acepción del término, tal vez menos evidente pero muy contemporánea, y sobre la que estoy especialmente interesado en llamar la atención porque suele pasar inadvertida. Me refiero a quienes se interesan por la política pero lo hacen con una lógica que no es la de ciudadanos responsables sino más bien la de observadores externos o clientes enfurecidos que termina destruyendo las condiciones en las cuales puede desarrollarse una vida verdaderamente política. Al menos desde que la crisis económica hiciera visibles los graves defectos de nuestros sistemas políticos y más insoportables las injusticias que causaba, vivimos en tiempos de indignación. No voy a perder el tiempo en darle la razón a este sentimiento y en recorrer el listado de circunstancias que justifican nuestro profundo malestar. Considero más productivo en este momento señalar hasta qué punto ciertas expresiones de nuestra indignación pueden llevarnos a conclusiones que representan lo contrario de aquello que queremos defender. Como advierte José Andrés Torres Mora, puede que estemos haciendo un diagnóstico equivocado de la situación como si el origen de nuestros males fuera el poder de la política y no su debilidad. La regeneración democrática debe llevarse a cabo de manera muy distinta cuando nuestro problema es que nos tenemos que defender frente al excesivo poder de la política o cuando el problema es que otros poderes no democráticos están sistemáticamente interesados en hacerla irrelevante. Y tengo la impresión de que no acertamos en la terapia porque nos hemos equivocado de diagnóstico.

“No sé cuánto podemos hacer contra la crisis; tratemos al menos de que no nos distraigan”

Comparto en principio todas aquellas medidas que se proponen para limitar la arbitrariedad del poder, pero no estoy de acuerdo con quienes consideran que este es el problema central de nuestras democracias en unos momentos en los que nuestra mayor amenaza consiste en que la política se convierta en algo prescindible. Con esta amenaza me refiero a poderes bien concretos que tratan de neutralizarla, pero también a la disolución de la lógica política frente a otras lógicas invasivas, como la económica o la mediática, que tratan de colonizar el espacio público. Debemos resistirnos a que las decisiones políticas se adopten con criterios económicos o de celebridad mediática porque en ello nos jugamos la imparcialidad que debe presidir el combate democrático. Y me refiero también al idiota involuntario que despolitiza sin saberlo, probablemente contra sus propias intenciones.

Puede que los tiempos de indignación sean también momentos de especial desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política; exigimos la mayor transparencia y no nos preguntamos si estamos mirando donde hay que mirar o en lo que nos dejan, de paso que nos convertimos en meros espectadores; criticamos el aforamiento de los políticos (seguramente excesivo) sin darnos cuenta de que es un procedimiento para proteger a nuestros representantes frente a otras presiones distintas de la de representarnos; endurecemos las incompatibilidades y dificultamos las llamadas "puertas giratorias" y de este modo contribuimos a llenar el sistema político de funcionarios; celebramos el carácter abierto y participativo de la red, pero luego nos quejamos de que eso no hay quien lo controle; muchas formas de protesta pueden agrandar la desconexión existente entre los ciudadanos y la política, hacer más rígidas las posturas de la ciudadanía, aumentar el malestar y la desilusión de la gente y simplificar los asuntos políticos o la naturaleza de las responsabilidades buscando eslóganes simples y chivos expiatorios... No se cuánto podemos hacer frente a la crisis que tanto nos irrita; tratemos al menos de que no nos distraigan.

Sociedad y sistema político debemos gestionar juntos la misma incertidumbre

La indignación lo pone todo perdido de lugares comunes: nuestro mayor problema es la clase política, son demasiados, se acabaron los partidos, que dimitan todos, da igual quien lo haga, no toman las decisiones correctas o lo hacen demasiado tarde, se pasan todo el día hablando, no juguemos con las emociones, ya no existen la izquierda y la derecha, son incapaces de ponerse de acuerdo, se puede pero no se quiere, no nos representan, no nos hacen caso, cuanta más transparencia mejor, todo se debe a la falta de ética… El problema de estos reproches es que no son completamente falsos, pero tampoco del todo verdaderos. Este libro trata de calibrar lo que tienen de ciertos de manera que nos ayuden a comprender la naturaleza de la política y criticar sus debilidades de la manera más certera posible.

La pretensión de "explicar" la política —según se declara en el título de esta introducción— tiene que hacer frente a dos posibles objecciones. En primer lugar, no recompone una relación de verticalidad, como si hubiera quien sabe de esto y quien no. En las páginas que siguen defiendo apasionadamente que la política es un asunto de todos y que en una democracia no hay expertos incontestables (lo cual no es incompatible con que nos ayudemos mutuamente a combatir la perplejidad desde nuestra competencia particular). Y, en segundo lugar, que explicar no es un sinónimo de disculpar. Solo quien ha entendido bien su lógica y lo que la política está en condiciones de proporcionarnos puede evitar las falsas expectativas y, al mismo tiempo, formular sus críticas con toda radicalidad. Me gustaría contribuir a que entendiéramos mejor la política porque creo que sólo así podemos juzgarla con toda la severidad que se merece.

Algo serio está pasando en la política y el término "indignación" con que últimamente viene asociada lo refleja con dramatismo. Nunca en la historia ha habido tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad, pero nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. Seguramente la crisis que estamos viviendo sea un proceso complejo y que discurre con tal aceleración que todavía no hemos tenido tiempo suficiente para entenderla en toda su magnitud. Tal vez por ello los tiempos de la indignación sean también, y principalmente, tiempos de confusión. Quien diga que lo tiene todo claro podría ser alguien mucho más inteligente que nosotros, pero lo más probable es que sea un peligro público. No es posible que todas las soluciones que se proponen para superar nuestras crisis políticas tengan razón, simplemente porque son diferentes e incluso contrapuestas. Las hay razonables, pero también frívolas y peregrinas.
No es posible que todas las soluciones contra la crisis política tengan razón solo por ser diferentes
Para agravar un poco las cosas, si somos sinceros, deberíamos reconocer que tampoco es que la gente sepa exactamente lo que la política debería hacer; la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles por otros, ya que tenemos la última palabra, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, gestionemos juntos la misma incertidumbre.

Aseguraba Hannah Arendt, en un contexto muy distinto del actual, que "quien quiera hoy hablar acerca de la política ha de comenzar con todos los prejuicios que se tienen contra ella" (Arendt 1993, 13). Es esta tarea de renovación de las categorías políticas, que trata de apuntalar unas y transformar otras, algo que me ha ocupado durante algunos años (Innerarity 2002) y del que este libro pretende ser una síntesis. En una época de indignación, que cuestiona y critica muchas cosas que dábamos por pacíficamente compartidas, este libro trata de darle un repaso a nuestra idea de la política preguntándose si hemos acertado a la hora de definir su naturaleza, a quién corresponde hacerla, cuáles son sus posibilidades y sus límites, si siguen siendo válidos algunos de nuestros lugares comunes y qué podemos esperar de ella. Desearía contribuir a que esa indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias.

La decepción democrática

Daniel Innerarity 

El País,2 febrero, 2015

TRIBUNA
Debemos ser críticos con la política pero sin hacernos demasiadas ilusiones

Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.

Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción que genera la corrupción descubierta o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política corresponde a una nostalgia inadvertida por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.

Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los propios límites.

Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.

Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana sino sobre todo porque en algún momento tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.

Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.

Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

 LECTURA (pdf)

LA POLÍTICA EN TIEMPOS DE INDIGNACIÓN (En papel) DANIEL INNERARITY, ,GALAXIA GUTENBERG, 2015