Ha llovido mucho entre ambos hitos, tanto que el capitalismo planetario de hoy difiere bastante del que El capital sometió a lúcido análisis. Y sin embargo un aire de familia los une, no sólo porque soplan vientos de rebelión, sino porque persisten las desigualdades e injusticias que la inspiraron entonces y vuelven a hacerlo ahora: aunque las “fuerzas productivas” han crecido de forma exponencial -del carbón y el vapor a la nanotecnología y el entorno digital, digamos-, permanecen en esencia intactas las draconianas relaciones de dominación que el marxismo clásico desveló con razón airada.
Desde el fin de la Segunda Guerra, tales infamias fueron atenuadas por la relativa entente histórica entre las clases dominantes y las subalternas, sustanciada en el Estado de bienestar y en el modelo de convivencia política, económica e ideológica que ha marcado el más largo periodo de prosperidad que ha vivido Occidente. Y sin embargo, como es notorio, el casi unánime delirio de riqueza que hasta 2007 parecía haber sepultado cualquier movimiento o ideario de signo emancipador -y confirmado los augurios de la ortodoxia neocon- ha mutado en universal pesadilla, y una intimidante quiebra recorre el orbe.
Hoy, el sojuzgamiento de vastas y plurales mayorías a manos del hipercapitalismo está demudando en rictus sardónico la risueña farsa posmodernista que aún coleaba anteayer, y revelando sus cultos y latrías como alienantes falacias:
A medida que las máscaras van cayendo, crece la consciencia sobre los estragos que acarrea tan aciaga orquestación de la economía, la política, la cultura y la vida: sistemático despojamiento y desigualdad; un maquillado expolio que insta la metódica pauperización de dos tercios de la población en beneficio de nutridas minorías sin rostro; y una trágica ruina del medio ambiente que ya ha puesto en jaque los requisitos de toda vida y riqueza. La envergadura de la quiebra que Occidente sufre es tal que urge depurar los diagnósticos, so pena de agravarla. Echar mano a clichés para explicar su polifacética complejidad podría engendrar frutos amargos, de ahí que resulte obligado reinterpretar los idearios utópicos y emancipadores de ayer, y recrear con crítica cautela su mejor legado. Tan preciso como evitar, al tiempo, una lectura burdamente economicista del presente trance, porque ni la sedicente crisis es sólo económica ni podrán conjurarla los ensalmos de la religión neoliberal y los tecnócratas que la idolatran y ofician.
- la del becerro de oro llamado mercado,que ya sólo hechiza a la constelación neoliberal y sus aquelarres;
- la del supuesto progreso evolutivo e inexorable, que amenaza degradarse en involutivo regreso a demonios que creíanse superados;
- la de la ensimismada identidad,esa infecciosa superstición erigida en castillo de arena frente a la mundialización y su oleaje.
A medida que las máscaras van cayendo, crece la consciencia sobre los estragos que acarrea tan aciaga orquestación de la economía, la política, la cultura y la vida: sistemático despojamiento y desigualdad; un maquillado expolio que insta la metódica pauperización de dos tercios de la población en beneficio de nutridas minorías sin rostro; y una trágica ruina del medio ambiente que ya ha puesto en jaque los requisitos de toda vida y riqueza. La envergadura de la quiebra que Occidente sufre es tal que urge depurar los diagnósticos, so pena de agravarla. Echar mano a clichés para explicar su polifacética complejidad podría engendrar frutos amargos, de ahí que resulte obligado reinterpretar los idearios utópicos y emancipadores de ayer, y recrear con crítica cautela su mejor legado. Tan preciso como evitar, al tiempo, una lectura burdamente economicista del presente trance, porque ni la sedicente crisis es sólo económica ni podrán conjurarla los ensalmos de la religión neoliberal y los tecnócratas que la idolatran y ofician.
Si la inclemente explotación del proletariado denunciada por el anarquismo y el comunismo propició las primeras internacionales de trabajadores, la cínica subyugación del creciente precariado y la convicción de que los gobiernos son poco más que marionetas en manos de la transnacional financiera está espoleando revueltas de nuevo cariz, una Internacional de la indignación cuyo empuje suscita incontables adhesiones y esperanzas, amén de no pocas iras y desprecios. Mal que les pese a sus detractores, empero, esa balbuciente y todavía deslavazada rebelión expresa un malestar trasversal y mayoritario ante el statu quo;una compartida consternación por la erosión del ideal democrático y su praxis, así como por la de las posibilidades de regenerarlo; y también una amplia desconfianza respecto de los liderazgos mesiánicos y carismáticos, esos que tienden a emerger en tiempos de crisis.
Aunque tan heterogénea y aún bisoña Internacional precise, al decir de Zygmunt Bauman, dotarse de un pensamiento que la dote de horizonte y rumbo, los muy distintos actores que la integran tienen el mérito de delatar no sólo cuán insostenible es la quiebra e inaceptables las medidas que concita, sino cuán indispensable resulta que los desmanes que la globalización auspicia sean combatidos mediante discursos y actos que, además de cultivar la rebeldía responsable y la democracia radical, deben ser así mismo globales. El ensoñado refugio en los paraísos autóctonos es hoy más miope y suicida que nunca, porque las carencias y dolencias que cada sociedad sufre aquejan como nunca a casi todas. Los obreros que fundaron las primeras internacionales así lo entendieron hace más de un siglo. Y esa viene a ser, asumiendo los nuevos tiempos y acentos, la esencial convicción de la Internacional de los indignados.
Albert Chillón, profesor titular de la Universitat Autònoma de Barcelona y escritor.Lluís Duch, antropólogo y monje de Montserrat.
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