Por Joseba Arregi, exconsejero del Gobierno vasco y escritor (EL MUNDO, 30/12/11):
Inmersos como estamos en una profunda crisis económica que está sacudiendo los cimientos del mismo proyecto europeo, es muchas veces difícil detenerse a reflexionar y analizar con calma las consecuencias profundas que esta grave situación provoca. La crisis ha irrumpido en una era cultural donde lo que importa es siempre lo nuevo, incluso aquello que aún no ha acontecido pero somos capaces de adelantar en la imaginación. Algunos describen este fenómeno como la colonización que ejerce el futuro sobre el presente: vivimos por adelantado lo que aún no somos, consumimos lo que no hemos llegado a producir… No hay tiempo para mirar atrás ni para pararnos a preguntar algo tan esencial como es saber de dónde venimos.
Y sin embargo, al mismo tiempo se nos impone la sensación de que una época se acaba, de que algo está terminando: una forma de vivir, de pensar, una cultura, una tradición. Algo que nos resultaba de algún modo familiar muere sin que sepamos qué es lo que va a presentarse en su lugar. Existe una cierta sensación de fin de siècle, a pesar de que vivimos en un siglo aún recién estrenado.
Aunque no queramos asumirlo, esta aparente contradicción en que vivimos es la consecuencia de lo que quisimos ser e incluso celebramos. Algunos describen nuestra situación como el producto de la acumulación de daños colaterales, de efectos secundarios de todo aquello que primariamente pretendimos: la cultura moderna bracea ahogándose en la deriva indeseada de su propio proyecto -Ulrich Beck/Wolfgang Bonss-. Como describe Richard Sennet, la emancipación respecto de todos los grandes sistemas y organizaciones pretendida en la revolución de 1968 se ha cumplido, pero a costa de habernos privado de nuestros modelos sociales de referencia. Nuestros paradigmas están desnudos, carecen de identidad.
En realidad, estábamos suficientemente avisados de que la desinstitucionalización social tendría como consecuencia una subjetividad desorientada, absorta en sí misma, con la subsiguiente pérdida de la frontera entre lo interior y lo exterior y la inevitable tendencia a los comportamientos primitivos, a causa de la incapacidad de tener experiencias genuinamente reales por ser mediadas socialmente (Arnold Gehlen). Estábamos advertidos de que la construcción de una personalidad moral requería la capacidad de cerrar el círculo entre la acción y la asunción de las responsabilidades derivadas (Hans Jonas).
Y también nos habían descrito las consecuencias de transformar una cultura basada en el capitalismo de producción -con sus valores de ascetismo, trabajo, orgullo por el producto, y con sus resultados de clases sociales y partidos de masas- en una fundamentada sobre el capitalismo de consumo -con valores denominados, irónicamente, inmateriales, de satisfacción inmediata de las necesidades, de un subjetivismo desbordado, sin límites y por lo tanto sin definición, consciente de sí mismo sólo por medio de la realización de sus deseos-. El resultado de esa conversión es una cultura en la que los deseos se transforman en necesidades, las necesidades en derechos y éstos son luego declarados universales para que nadie los pueda poner en entredicho. Es una cultura de lo imposible en la que reina la promesa de inmortalidad y de omnipotencia, sin tener en cuenta la limitación de los recursos y la definitoria finitud de la propia raza humana.
Pero hete aquí que ahora ha venido el cobrador del frac y no podemos pagar la cuenta. Es más, ni siquiera estamos en condiciones de recordar qué hay que hacer para lograrlo, pues ya habíamos renegado de todo aquello que está en la raíz del camino que nos ha traído hasta donde estamos.
En esta situación quizá no sea descabellado plantearnos la necesidad de volver a empezar, de recordar qué es lo que la civilización occidental quiso al principio, cuáles eran los ideales de la cultura europea cuando se superó la Edad Media y quedaron atrás los conflictos religiosos en los que había desembocado esa época.
Se trata de volver a empezar teniendo siempre presente lo aprendido en el camino. Volver a recordar la apuesta de Kant por la autonomía humana sobre la base de la razón natural y de la verdad universal, pero sin olvidar las humillaciones que la propia cultura moderna ha inflingido a esa altiva razón natural, ubicándola en la historia de la evolución natural (Darwin), relacionándola con el condicionamiento social (Marx), abriéndole los ojos sobre su relación con las pulsiones biológicas (Freud). Este proceso intelectual, sin embargo, no puede llevarnos a negar la posibilidad de una verdad universal: ninguno de los tres autores renunciaría tampoco a esa meta totalizadora, por cuanto ello supondría vaciar de todo sentido sus propios planteamientos.
Ese volver a empezar, claro está, no puede marginar la reflexión sobre el problema que afecta a gran parte de la tradición cultural europea: su encierro en el dogma cartesiano de un sujeto autoconstituido y sin relaciones, cuya manifestación más nefasta ha sido el sueño de la soberanía no sólo en el ámbito de la política, sino en cualquiera de los sistemas que constituyen la modernidad: ciencia, economía… Son ámbitos que quieren funcionar como si se bastaran a sí mismos, sin necesidad de comunicación con el exterior, satisfechos de la autonomía de las leyes en las que se constituyen como sistema propio.
Se trata de volver a empezar diciendo yo comunico, en lugar del autista yo pienso. Volver a empezar colocando, con Marx, al individuo en relación con la naturaleza, como productor y transformador del entorno y de sí mismo, en condiciones dignas. Volver a empezar reciclando la figura del sujeto que ha degenerado en autista consumidor en un entorno que termina consumiéndose a sí mismo. Volver a empezar con conciencia de nuestros propios condicionamientos históricos, culturales, geográficos, pero no para encerrarnos sino para saber que a partir de ellos se debe dirigir la mirada más allá, en busca de horizontes más amplios, crecientes, capaces de enriquecernos.
No obstante, en lugar de todo ello nos encontramos, y muchas veces de la mano de una izquierda que se ha apropiado de lo mejor de la herencia de la cultura europea ilustrada, con que se subraya la legitimidad de todo lo que niega la comunicación, la relación, la pervivencia de horizontes que hacen posible pensar la verdad universal. Nos encontramos con un conservadurismo que ha olvidado la herencia del liberalismo del XIX, y con un progresismo que se enorgullece de la mencionada transformación de los deseos en necesidades y de éstos en derechos, haciendo imposible así la convivencia en justicia. Vemos con preocupación que una parte significativa de la izquierda se enorgullece de cualquier nacionalismo con tal de que ponga en duda el sistema de Derecho que representa el Estado; es un progresismo que celebra el comunitarismo al tiempo que niega el derecho a la diferencia dentro de cada comunidad, un progresismo que abomina del trabajo y de la producción, del esfuerzo por la superación, pero defiende el consumismo de la peor especie, el consumo ilimitado de derechos que no comporta obligación alguna.
En una de sus últimas ruedas de prensa antes de ser relevado en la presidencia del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet afirmó que la crisis actual no era cíclica, sino sistémica. Algunos comunicadores en España se agarraron a la frase subrayando la importancia que encerraba esta afirmación, viniendo además de quien venía. Pero quizá ni el propio Trichet ni los periodistas y analistas que reconocieron la importancia de esas palabras percibieron la profundidad de la verdad que en ellas se encerraba: el sistema que está en crisis no es sólo el económico, sino el de la cultura moderna. No saldremos de esta crisis si no sabemos volver a empezar; lo peor que podemos hacer es creer que podemos repudiar nuestros orígenes impunemente.
Quizá estemos todavía a tiempo de recuperarnos a nosotros mismos si somos capaces de recordar de dónde venimos, superando la ocultación del pasado que se nos ha convertido en elemento estructural de nuestra forma de pensar. Y si somos capaces de negarnos, durante algún tiempo, a vivir del consumo de futuro para pasar a pensar que sí, que existe un porvenir, pero que sólo llegará si hoy somos capaces de trabajar en su construcción.
Inmersos como estamos en una profunda crisis económica que está sacudiendo los cimientos del mismo proyecto europeo, es muchas veces difícil detenerse a reflexionar y analizar con calma las consecuencias profundas que esta grave situación provoca. La crisis ha irrumpido en una era cultural donde lo que importa es siempre lo nuevo, incluso aquello que aún no ha acontecido pero somos capaces de adelantar en la imaginación. Algunos describen este fenómeno como la colonización que ejerce el futuro sobre el presente: vivimos por adelantado lo que aún no somos, consumimos lo que no hemos llegado a producir… No hay tiempo para mirar atrás ni para pararnos a preguntar algo tan esencial como es saber de dónde venimos.
Y sin embargo, al mismo tiempo se nos impone la sensación de que una época se acaba, de que algo está terminando: una forma de vivir, de pensar, una cultura, una tradición. Algo que nos resultaba de algún modo familiar muere sin que sepamos qué es lo que va a presentarse en su lugar. Existe una cierta sensación de fin de siècle, a pesar de que vivimos en un siglo aún recién estrenado.
Aunque no queramos asumirlo, esta aparente contradicción en que vivimos es la consecuencia de lo que quisimos ser e incluso celebramos. Algunos describen nuestra situación como el producto de la acumulación de daños colaterales, de efectos secundarios de todo aquello que primariamente pretendimos: la cultura moderna bracea ahogándose en la deriva indeseada de su propio proyecto -Ulrich Beck/Wolfgang Bonss-. Como describe Richard Sennet, la emancipación respecto de todos los grandes sistemas y organizaciones pretendida en la revolución de 1968 se ha cumplido, pero a costa de habernos privado de nuestros modelos sociales de referencia. Nuestros paradigmas están desnudos, carecen de identidad.
En realidad, estábamos suficientemente avisados de que la desinstitucionalización social tendría como consecuencia una subjetividad desorientada, absorta en sí misma, con la subsiguiente pérdida de la frontera entre lo interior y lo exterior y la inevitable tendencia a los comportamientos primitivos, a causa de la incapacidad de tener experiencias genuinamente reales por ser mediadas socialmente (Arnold Gehlen). Estábamos advertidos de que la construcción de una personalidad moral requería la capacidad de cerrar el círculo entre la acción y la asunción de las responsabilidades derivadas (Hans Jonas).
Y también nos habían descrito las consecuencias de transformar una cultura basada en el capitalismo de producción -con sus valores de ascetismo, trabajo, orgullo por el producto, y con sus resultados de clases sociales y partidos de masas- en una fundamentada sobre el capitalismo de consumo -con valores denominados, irónicamente, inmateriales, de satisfacción inmediata de las necesidades, de un subjetivismo desbordado, sin límites y por lo tanto sin definición, consciente de sí mismo sólo por medio de la realización de sus deseos-. El resultado de esa conversión es una cultura en la que los deseos se transforman en necesidades, las necesidades en derechos y éstos son luego declarados universales para que nadie los pueda poner en entredicho. Es una cultura de lo imposible en la que reina la promesa de inmortalidad y de omnipotencia, sin tener en cuenta la limitación de los recursos y la definitoria finitud de la propia raza humana.
Pero hete aquí que ahora ha venido el cobrador del frac y no podemos pagar la cuenta. Es más, ni siquiera estamos en condiciones de recordar qué hay que hacer para lograrlo, pues ya habíamos renegado de todo aquello que está en la raíz del camino que nos ha traído hasta donde estamos.
En esta situación quizá no sea descabellado plantearnos la necesidad de volver a empezar, de recordar qué es lo que la civilización occidental quiso al principio, cuáles eran los ideales de la cultura europea cuando se superó la Edad Media y quedaron atrás los conflictos religiosos en los que había desembocado esa época.
Se trata de volver a empezar teniendo siempre presente lo aprendido en el camino. Volver a recordar la apuesta de Kant por la autonomía humana sobre la base de la razón natural y de la verdad universal, pero sin olvidar las humillaciones que la propia cultura moderna ha inflingido a esa altiva razón natural, ubicándola en la historia de la evolución natural (Darwin), relacionándola con el condicionamiento social (Marx), abriéndole los ojos sobre su relación con las pulsiones biológicas (Freud). Este proceso intelectual, sin embargo, no puede llevarnos a negar la posibilidad de una verdad universal: ninguno de los tres autores renunciaría tampoco a esa meta totalizadora, por cuanto ello supondría vaciar de todo sentido sus propios planteamientos.
Ese volver a empezar, claro está, no puede marginar la reflexión sobre el problema que afecta a gran parte de la tradición cultural europea: su encierro en el dogma cartesiano de un sujeto autoconstituido y sin relaciones, cuya manifestación más nefasta ha sido el sueño de la soberanía no sólo en el ámbito de la política, sino en cualquiera de los sistemas que constituyen la modernidad: ciencia, economía… Son ámbitos que quieren funcionar como si se bastaran a sí mismos, sin necesidad de comunicación con el exterior, satisfechos de la autonomía de las leyes en las que se constituyen como sistema propio.
Se trata de volver a empezar diciendo yo comunico, en lugar del autista yo pienso. Volver a empezar colocando, con Marx, al individuo en relación con la naturaleza, como productor y transformador del entorno y de sí mismo, en condiciones dignas. Volver a empezar reciclando la figura del sujeto que ha degenerado en autista consumidor en un entorno que termina consumiéndose a sí mismo. Volver a empezar con conciencia de nuestros propios condicionamientos históricos, culturales, geográficos, pero no para encerrarnos sino para saber que a partir de ellos se debe dirigir la mirada más allá, en busca de horizontes más amplios, crecientes, capaces de enriquecernos.
No obstante, en lugar de todo ello nos encontramos, y muchas veces de la mano de una izquierda que se ha apropiado de lo mejor de la herencia de la cultura europea ilustrada, con que se subraya la legitimidad de todo lo que niega la comunicación, la relación, la pervivencia de horizontes que hacen posible pensar la verdad universal. Nos encontramos con un conservadurismo que ha olvidado la herencia del liberalismo del XIX, y con un progresismo que se enorgullece de la mencionada transformación de los deseos en necesidades y de éstos en derechos, haciendo imposible así la convivencia en justicia. Vemos con preocupación que una parte significativa de la izquierda se enorgullece de cualquier nacionalismo con tal de que ponga en duda el sistema de Derecho que representa el Estado; es un progresismo que celebra el comunitarismo al tiempo que niega el derecho a la diferencia dentro de cada comunidad, un progresismo que abomina del trabajo y de la producción, del esfuerzo por la superación, pero defiende el consumismo de la peor especie, el consumo ilimitado de derechos que no comporta obligación alguna.
En una de sus últimas ruedas de prensa antes de ser relevado en la presidencia del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet afirmó que la crisis actual no era cíclica, sino sistémica. Algunos comunicadores en España se agarraron a la frase subrayando la importancia que encerraba esta afirmación, viniendo además de quien venía. Pero quizá ni el propio Trichet ni los periodistas y analistas que reconocieron la importancia de esas palabras percibieron la profundidad de la verdad que en ellas se encerraba: el sistema que está en crisis no es sólo el económico, sino el de la cultura moderna. No saldremos de esta crisis si no sabemos volver a empezar; lo peor que podemos hacer es creer que podemos repudiar nuestros orígenes impunemente.
Quizá estemos todavía a tiempo de recuperarnos a nosotros mismos si somos capaces de recordar de dónde venimos, superando la ocultación del pasado que se nos ha convertido en elemento estructural de nuestra forma de pensar. Y si somos capaces de negarnos, durante algún tiempo, a vivir del consumo de futuro para pasar a pensar que sí, que existe un porvenir, pero que sólo llegará si hoy somos capaces de trabajar en su construcción.
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