lunes, 11 de febrero de 2013

El carnaval infinito, de Antoni Puigverd en La Vanguardia, 11-2-2013

Ningún disfraz sería tan eficaz como la verdad: nadie la creería auténtica. La verdad ya no es verosímil. El carnaval propone disfraces tan tópicos como las mentiras que nos cuentan los pícaros. La máscara preferida de los sospechosos de corrupción es la de la honestidad: “Tengo la conciencia tranquila”. O bien: “Son mis adversarios los que deberían preocuparse”. O, con barroquismo negador: “Estoy seguro de que no se podrá probar que no somos inocentes”. También es muy usado el disfraz de víctima: “Nos acusan para perjudicar la recuperación económica”. O bien: “Ahora que la nación empezaba a volar, tiran plomo a nuestras alas”. Algunos de los que niegan la corrupción serán honestos y otros perjuros; unos verídicos, otros falsos. El problema es que la ciudadanía cree que todos llevan máscara. Se da por supuesto que la política es un juego de disfraces, un carnaval.

Nadie confía en la posibilidad de contemplar un rostro político limpio, sin doble moral, sin antifaz. Damos por hecho que la política es puro teatro. Sabemos que están obligados a hacer teatro. Los asesores han convertido a los políticos en histriones. Han reducido la política a un único objetivo: atrapar a las audiencias. Emocionarlas. Excitar, complacer, acariciar los oídos del votante. La política convertida en género teatral. Drama y comedia, tensión y pasión calculadamente mezcladas, intentan hacer creer como verdad aquello que no es más que ficción.

Ahora bien, esta deriva teatral de la política no es una rareza o una excepción. La teatralización de la política es una manifestación más de la teatralización de la vida social. Desde hace un par de décadas, en nuestras vidas imperan los medios de comunicación. Las pantallas nos hipnotizan. En la era del homo videns, en la sociedad de la imagen y la representación, todos miramos o somos mirados. La apoteosis de la moda es la expresión más genuina de la cultura de la imagen. A pesar de la crisis, la moda todavía es el eje de la vida social. No sólo determina las tendencias en vestido, ocio, ideas y costumbres. También se ha convertido en la metáfora del presente. Me exhibo, luego existo. Existimos en la medida en que actuamos.

Nuestra apariencia es nuestra identidad. Construimos la personalidad a partir de los rasgos exteriores: vestidos, peinados, maquillajes, prótesis, lifting, operaciones, regímenes dietéticos. Hemos reducido la identidad a lo que aparentamos. Todo lo que llevamos habla de nuestro estatus, de nuestras inquietudes e intereses. El fenómeno va mucho más allá de lo que llamamos tribus urbanas, aunque estas tribus son la quintaesencia de este proceso. Un proceso que ha reconvertido las viejas ideologías en simulacros estéticos, en instrumentos de representación teatral. Es muy difícil aislarse de la obligación de representar el papel que exige la apoteosis de la moda.

Los medios de comunicación, en efecto, contribuyen a conformar las identidades sociales en dos sentidos. Por un lado, la representación de los actores televisivos crea escuela en la sociedad, cuyos individuos imitan lo que ven. Por otro, la representación televisiva se convierte en el máximo ideal social, de modo que, como sugirió Andy Warhol hace muchos años, el éxito social se mide con la cantidad de minutos en que uno aparece en una pantalla de televisión (o de internet). La obsesión por representar, actuar o desfilar delante de los demás ha convertido la prótesis (textil o quirúrgica) en un elemento central. Lo que antes era considerado una limitación (por ejemplo, tener que recurrir a una espaldera textil para reforzar el perfil) ahora se considera un recurso imprescindible. La falsificación se ha convertido en la forma moderna de identidad. Gracias al triunfo de la cirugía estética (recrear el cuerpo de acuerdo con determinados cánones de belleza); gracias a la generalización de todo tipo de tratamientos para frenar o disimular el paso del tiempo; gracias a la popularización de todas las trampas de la peluquería, el maquillaje o la moda que antes estaban sólo al alcance de minorías.

El hombre y la mujer contemporáneos, liberados del estigma de la naturaleza, buscan la autenticidad en la recreación artificial del propio cuerpo. Un cuerpo para enseñar, un cuerpo para triunfar socialmente, un cuerpo para sorprender. Para impactar: sea de manera agradable o desagradable. Por eso escribí que Michael Jackson es el héroe más representativo de nuestro tiempo. Un héroe trágico capaz de atravesar las fronteras de la edad, el sexo y la raza. Ya no sabíamos si era blanco o negro, niño o adulto, hombre o mujer. La rareza de su imagen lo alejaba, sí, de los cánones de la belleza canónica que muchos ciudadanos aún hoy persiguen, pero es que la identidad contemporánea no se concreta sólo en la obsesión dietética que atormenta tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. La identidad del individuo contemporáneo obligado a actuar, a desfilar, a representar, se expresa rechazando lo recibido. Como hacía Jackson. Rechazando la herencia natural y proclamando la superioridad de lo artificial. La reducción de la política a un puro juego de máscaras no puede entenderse sin los cambios culturales que han convertido nuestra sociedad en un infinito carnaval de artificios, en un barroco sueño de fantasías. Profunda y persistente, la crisis económica nos va despertando de ese sueño con impetuosa crueldad.

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