Entrevista con Eva Illouz
Texto Eloy Fernández Porta

Foto: Albert Armengol

Foto: Albert Armengol
“En política el discurso del victimismo puede convertirse en factor de manipulación”
En su último libro comenta usted que las disciplinas de análisis de la privacidad se han extendido hasta el punto de crear un código compartido, una lingua franca de psicologías y terapias. Sin ese código ya no podríamos comunicar ni compartir las experiencias íntimas. No obstante, uno diría que ese proceso sigue dos velocidades distintas. Por una parte, los ciudadanos de clase media, convenientemente informados de las doctrinas psicológicas, son adiestrados para ser sensibles, susceptibles, hipersusceptibles incluso; en cambio, otros tipos de trabajador, como los deportistas de elite, parecen vivir en un mundo prefreudiano, donde impera la lógica del ganador y el perdedor, sin matices psíquicos.
Entiendo esa idea, pero me parece que el ethos psicoanalítico, en su extensión universal, también ha llegado a esos mundos que, aparentemente, no tienen nada que ver con él. Como el del deporte de alta competición, por ejemplo. Esto ocurre porque la extensión de la razón psicológica, con sus discursos sobre el alma moderna, es un proceso demasiado extenso y envolvente como para que un ámbito social pueda quedar fuera de su área de influencia. Si escuchamos los discursos que dan los entrenadores a sus jugadores, vemos que suelen usar criterios extraídos de esa disciplina. De hecho, la noción misma de entrenar-y-asesorar (coaching) ha sido redefinida a partir de las prácticas de la psicología popular y la autoayuda. Los psicólogos, en efecto, son también entrenadores de la conciencia.
En la misma línea, también concede usted bastante importancia a la noción de “competencia emocional” (CE). A grandes rasgos, ¿cómo define ese concepto, y quién decide si somos competentes o no?
Pues, siendo un poco provocadora, diría que eso lo deciden “los psicólogos y las mujeres” juntos.
¡Es un complot!
Es una simbiosis, una relación necesaria. Supongo que habrá escuchado alguna vez una queja habitual acerca del comportamiento masculino que dice que “los hombres no escuchan…”.
Me suena.
Bien, pues esa es la frase que pone en funcionamiento el proceso terapéutico que, a su vez, es la situación en que se pone de manifiesto la necesidad de la competencia. Tomemos una situación frecuente: una pareja acude al psicólogo, o al consultor, y ella empieza diciendo: “El problema es que él no expresa sus sentimientos”. A continuación el psicólogo le explica al hombre que tiene que aprender a verbalizar sus ideas. De ese modo se accede a un nuevo nivel de comunicación y autoconciencia, basado en el uso competente de ese lenguaje. Así se produce lo que yo denomino estratificación emocional, que diferencia a los que tienen acceso a ese lenguaje de los que no han sido iniciados en él.
Así pues, la noción de CE forma parte del conjunto de los códigos de género trasladados, de las atribuciones tradicionalmente consideradas femeninas que ahora pasan a ser también masculinas.
Pues sí. El nuevo sujeto de la competencia emocional es el hombre de clase trabajadora y de clase media. Quizá sobre todo el de clase media. Este aspecto quizá se entienda mejor si definimos el concepto por vía negativa. De esa manera podemos decir que la incompetencia emocional es la incapacidad para verbalizar las propias emociones, así como la dificultad para empatizar con otras personas, y la ineptitud para resolver conflictos y desacuerdos en el trato intersubjetivo.
Supongo que esa definición genérica se vuelve más controvertida cuando se combina con las exigencias del mercado. Sociólogos como Michel Maffesoli muestran una visión muy optimista de ese nuevo mundo de las emociones: ¡Por fin nos hemos librado del cociente intelectual! ¡Ahora cuenta la capacidad sensitiva! No obstante, la noción de CE es sistemáticamente utilizada en la vida corporativa, y su objetivo no es favorecer la expresión de la subjetividad, sino crear trabajadores más eficientes, modelar la productividad.
Ah, sí, ya lo creo. Uno de los objetos centrales de mi trabajo es explicar cómo el conocimiento psicológico ha colaborado en el desarrollo del capitalismo y su despliegue. Ese es un proceso muy importante que ha tenido lugar a lo largo de los últimos cincuenta años, y en el que han colaborado los analistas, las empresas, los medios, etc. Y en este sentido la CE es un concepto clave en la medida en que viene a sustituir el énfasis en el cociente intelectual. Es como si de pronto hubiéramos encontrado la manera de rehabilitar el mundo de las emociones, que tradicionalmente había estado en segundo plano, por detrás de la capacidad intelectiva. Pero esta idea, cuando entra en el mundo empresarial, es institucionalizada, y se reformula en términos de beneficio. Forma parte de la búsqueda de mayores ganancias para la compañía. También tiene que ver con el concepto de cooperación en el trabajo. El empleado tiene inteligencia emocional en la medida en que se muestra capaz de colaborar y que sabe hacer que los otros trabajen con él.
Usted relaciona esta idea con otro motivo importante del análisis de la jerarquía emocional: la noción de estructura del sentimiento, introducida por Raymond Williams a mediados de los años cincuenta.
La noción de estructura del sentimiento me parece muy útil, desde luego… No sé en qué parte de mi trabajo está pensando.
Bueno, en particular, en la sección de Intimidades congeladas en la que se habla de las terapias y el capital emocional.
Ah, sí. La idea de estructura del sentimiento expresa el hecho de que las experiencias privadas se levantan sobre un modelo básico y sistemático. Eso también implica que hay experiencias de carácter social que no se pueden expresar adecuadamente porque tienen un carácter difuso, un carácter que no parece responder a ese orden preestablecido. Un ejemplo muy ilustrativo, y muy actual, es el auge de la cultura del victimismo. Este fenómeno es muy propio de los Estados Unidos, aunque no muy distintivo. Las narraciones de la víctima están cada vez más presentes en el espacio público, porque resultan muy fáciles de articular: todos tenemos alguna pequeña historia de maltrato, sea del tipo que sea. “Cuando era pequeña mis padres me ignoraban, no me hacían caso, me maltrataban incluso… ¡Merezco atención y cuidado por ello!” Esos relatos se levantan sobre una estructura determinada. Por supuesto que en la vida real hay víctimas, pero el discurso del victimismo debe ser usado con mucho cuidado, porque cuando se introduce en la esfera política puede convertirse en un factor de manipulación.
Luego, la experiencia afectiva también puede jerarquizarse o puede
adquirir una forma social objetiva.
Sí. ¿Pero de qué manera?
Por ejemplo, está toda la línea de teoría social que sitúa el sentimiento de compasión en el vértice superior de la pirámide de los sentimientos. La compasión entendida como el sentimiento rey,
el que mejor expresa nuestras cualidades humanas.
Bueno, yo no estoy de acuerdo con eso. ¿En qué autores está pensando?
En general en toda la tradición de culto a los sentimientos morales, desde Adam Smith hasta Martha Nussbaum, que puede ser vista como un intento de secularizar el código emocional cristiano, o de trasladarlo y adaptarlo al mundo capitalista y a la mentalidad de clase media.
Ya, pero aquí hay que decir que la noción de “compasión” ha sido muy contestada, políticamente. En primer lugar, por Hanna Arendt y, en general, por los políticos de izquierdas. La razón principal es que esa noción, como comentaba antes, obliga a los grupos, y a ciertos individuos, a comportarse como víctimas, a formular su experiencia en el lenguaje del maltratado. El sentimiento de piedad introduce una desigualdad en la mirada, una diferencia crucial entre el sujeto observador y el observado. Y también hay que considerar que quien sufre más no es necesariamente quien merece mayor consideración. Supongamos que tienes que escoger entre tres grupos posibles de personas que son susceptibles de ser tratadas de manera piadosa: los inválidos, los pobres y los enfermos de cáncer. ¿A quién ayudarás primero? También ahí se genera una estructura que puede ser políticamente utilizada.
Eso abre el espacio de una política de las emociones: hay sentimientos que se hacen acreedores de atención pública y, por tanto, se convierten en políticamente significativos, mientras que otros quedan desatendidos. Este aspecto se ha destacado bastante desde la teoría de género, y en particular la de Butler, cuando señala que desde un punto de vista político la melancolía no puede formularse como el duelo por un objeto inefable, sino más bien como el duelo por un objeto que no es socialmente reconocido y que, por tanto, no puede ser traducido al lenguaje de la política –como ocurría con los familiares de los primeros muertos por sida.
Yo también soy muy escéptica respecto de los usos sociales de la compasión. Pero lo soy por razones distintas a las que esgrime la derecha norteamericana. A la gente de derechas no le gusta la piedad porque creen en la meritocracia y en la autoayuda. La suya es una visión individualista del mundo, en la cual la compasión no juega ningún papel. En cambio, a mí no me convence porque aceptar la política de la compasión nos convierte en cómplices de las decisiones públicas que se toman en su nombre.
Verano (julio - septiembre 2010)
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