LA VANGUARDIA 13/03/2011
El problema no es que las grandes personalidades tengan un megaego; el problema es que los tipos mediocres exhiban descaradamente un ego sin proporción. Esos egos inmensos sostienen las grandes arquitecturas de la vanidad y la ambición sin mesura, como el cable de acero dio seguridad a los ascensores y permitió construir rascacielos. Hay también egos en miniatura, coriáceos, con las estrías enrevesadas de una nuez y la potencia venenosa del cianuro. También hay política y politiquería, literatura y subliteratura, trascendencia y bajeza. A cada uno su ego, por supuesto, y su sentido del ridículo.¿Tienen esos egos sin límites de hoy su parangón en los egos de la Grecia de Pericles o de Prusia en su esplendor? Los egos, seguramente, son los mismos, pero nuevos factores amplifican y desmesuran sus opciones hasta los excesos del impudor. Actualmente, casi todo aparece en pantalla, desorbitado por tanta proyección y ramificado en Facebook para que el ego tenga un público cautivo. Cierto que en otros tiempos tenía peso aquel “niño, eso no se hace”. Claro que no parece que sirviera de mucho con Mussolini. De todos modos, en el decálogo no escrito de la clase media se ejercían suficientes restricciones para un cierto disimulo del ego.
Lo mismo ocurría con el deporte. De reyerta de rufianes a tortazos, acabó teniendo un reglamento de juego limpio. Había una lección de estoicismo en el saber ganar y en el saber perder, un sistema de autocontrol. Formaba el carácter al sojuzgar los instintos. Hoy es todo lo contrario. El delantero marca un gol y se arrodilla en el centro del campo mientras medio estadio le aclama como a un semidiós con primas domiciliadas en las islas Caimán. Ya sea un jugador con mucho o poco ego, la escena magnifica lo que ha sido un logro de la autodisciplina y el buen juego. En la pista de tenis nadie chistaba al árbitro. Ese era el Bonaparte de la escuela de artillería. La política y el espectáculo coinciden hoy en la exposición de los mayores egos. Hay que remontarse a la leyenda de Calígula para reconocer a alguien como Lady Gaga. Indiscutiblemente, hemos retrocedido: hace años, lo que se comentaba era el ego ilimitado de Von Karajan. Ahí teníamos al Napoleón emperador.
Para un ego expansivo todo sirve, especialmente la televisión y el poder, aunque lo que los psicólogos llaman el nivel de ego se sirve de todo pretexto, desde la barra de bar a las proezas del buenismo o las concentraciones nazis de Nuremberg. Son egos inmensos que viajan en buques contenedor y necesitan grúas especiales para desplazarse a tierra firme y dedicarse a las altas finanzas o a la industria porno. Añadamos que el narcisismo y la desfiguración moral de la autonomía radical del individuo nos desvinculan, porque justifican algo así como la fuerza bruta del ego, la realpolitik del superego. Al desplazarse en jet privado, el gran ego elude las normas que imperan para los sujetos con un ego hecho a la medida del hombre. Ya conocemos las estelas destructivas de algunos superhombres que quisieron moldear el siglo XX. Pero también han existido egos monstruosos dedicados al altruismo y la filantropía.
Ahora que incluso los analistas políticos hablan de neurociencia, la localización del ego es ardua. La terapia no fija con exactitud las fronteras entre un ego sano y un ego insano. Para hacer algo grande, hay que creer mucho en lo que se hace, pero no al precio de creerse todopoderosos. Y, al revés, también hay egos inflados de falsa modestia. Las dimensiones del ego dependen de cómo nos vemos, de la importancia que nos damos y de la superioridad que nos atribuimos. Luego uno lo pule con elegancia o lo deja suelto, en plan basto. Hay que poner corbata al ego, recortarle las uñas, domesticarlo en nombre del trato que merecen los demás. Un ego eficaz no tiene por qué ser descaradamente agresivo.
Autosuficiente y dotado de omnipotencia, el ego de gran magnitud se cree dotado y legitimado para manipular sistemáticamente a los demás. Quizás haya ensanchado aún más el perímetro de los egos desmedidos el que sea tan manifiesta la ausencia de la figura del padre. También la abolición del sentido común. Por supuesto, la dislocación de aquella sabiduría tradicional que aconsejaba castigarse la vanidad con el orgullo. Caído Sigmund Freud de los altares, el ego ya no es lo que era. No se le busca en la psicología de las profundidades sino en el repliegue de algún circuito neuronal. Alguna ubicación se ha detectado –según informa www.sciencedaily.com– en la subregión del lóbulo frontal donde se procesan destacadas funciones cognitivas.
Por cada ego de peso correspondiente a una personalidad significativa, miles de egos desatados han sido atribuidos indebidamente a mentalidades mediocres. Es un mal de nuestro tiempo. Achica las opciones y por eso, en lugar de sentirnos entre el poder y la gloria, nos demoramos en la duda entre el café-café o el descafeinado con leche desnatada. Inmadurez, egolatría. La otra cara de la moneda sería el ego racionalizado frente al ego particularista. Ponga un ego en su vida, sí, pero que sea fetén, con garantía y sentido moral, inoxidable y creativo.
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