José Ovejero ha logrado el Premio Anagrama de Ensayo con «La ética de la crueldad». Un recorrido por la violencia convertida en forma de arte. En espectáculo
Día 15/05/2012 - 11.17h
«Los
escritores de hoy son, o aspiran a ser, habitantes de confortables
apartamentos con aire acondicionado y conexión a internet, y muchos van a
la oficina mientras llega el éxito que merecen.» Empecemos con una
frase del prólogo del penúltimo libro de José Ovejero,
que acecha como una sombra de la que él rehúye y donde no quiere verse
reflejado ni por asomo. Por eso puede que haya tomado el camino menos
grato, que sus últimos trabajos sigan el mismo hilo conductor y que este
tenga que ver con el deseo de indagar en una cierta anatomía del mal. En Escritores delincuentes
repasaba la biografía de unos cuantos autores de cuyas vidas se podría
decir que son mucho más que radicales. Sobre ellos pesan hasta radicales
muertes, asesinatosy estafas. En el Premio Anagrama de Ensayo, La ética de crueldad,
que verá la luz en las próximas semanas, sigue enredado en la misma
obsesión. ¿No es demasiado brutal tanta brutalidad? Nunca es suficiente.
Habla
de ética de la crueldad, pero también de una estética de la crueldad,
no se entiende la una sin la otra. O dicho de otra manera: ¿puede haber
belleza en la crueldad?
No es posible separar totalmente el contenido de la forma. Hay una estética de la crueldad también,
porque en la literatura, o en el arte en general, uno no se refiere o
se dirige únicamente a la parte intelectual, sino también a las
emociones. Entonces, desde el teatro de la crueldad o en tantas novelas o
en tantas obras artísticas, estás queriendo llegar al espectador no
solo a través de aquello que le estás contando, sino de todo aquello que
le rodea.
Toda
su argumentación parte de la tradición española, apegada a lo cruel y
lo cruento. Usted, que vive fuera del país desde hace mucho, ¿se siente
ajeno o forma parte de ella?
«Se puede utilizar la crueldad de manera ética, para hacer reaccionar»
¿Y sin posibilidad de cambio o redención?
No
pienso en el destino, ni tampoco en el carácter de las naciones. Hay
una tradición que se va forjando debido a determinadas circunstancias
históricas, que también pueden imponer una variación y un cambio, de tal
manera que la conclusión a la que llego en el libro es que se puede
utilizar la crueldad de una manera ética –de ahí el título–,
transformadora, que no sea un mero espectáculo o una forma de adoctrinar
desde el poder –hablo, por ejemplo, de las representaciones del
infierno para asustar a la gente y que sea buena, que se comporte como
debe–. Un intento de atacar al lector, al público,
para que reaccione y se dé cuenta. Son una serie de cosas que no quiere
saber, que esconde. Hay una crueldad creadora que puede ser una manera
de rebelión.
Aunque
el eje central del libro es la crueldad en sus muchas variantes éticas y
estéticas, dedica un espacio a la cultura del espectáculo, de la que
tanto se habla ahora. ¿Uno de los males de la sociedad contemporánea es
el exceso de entretenimiento?
«La violencia de la tele nos procura las emociones que no nos procura nuestra vida»
Otra vuelta de tuerca: ¿la crueldad, la violencia, también se convierte en una forma de entretenimiento?
Sí, en una forma de espectáculo más, que siempre ha existido. Hace no tanto tiempo, la gente iba a ver las ejecuciones,
o sea, que no estamos peor que antes. Ahora lo que sucede es que
asistimos a todo eso desde nuestra casa, a través de la televisión, y
esa violencia espectacular lo que hace es procurarnos las emociones que
no nos procura nuestra propia vida.
Convivimos
con la violencia y los medios de comunicación siempre se debaten, y
debaten, sobre si deben bombardear al público con imágenes de una
violencia explícita. ¿Qué opina?
«No puedes llegar a ser feliz sin aceptar el dolor»
Habla de que mucha violencia muchas veces repetida narcotiza. ¿Estamos ya narcotizados por los siglos de los siglos?
Lo
que cuento es que si ves treinta veces las imágenes del 11-S, dejan de
afectarte. Si en su momento te asustaron, te produjeron dolor, al cabo
de un tiempo la repetición pasiva –porque no es solo que lo veas varias
veces, es que además estás en tu casa, no intervienes, no puedes influir
en ello– hace que esa información se convierta en parte del
espectáculo. Es inevitable, a mí no se me ocurre ninguna opción, salvo
negarte a mostrar. Estamos en una época demasiado visual como para que ningún director de periódico se atreva a no mostrar imágenes de un acontecimiento de ese tipo.
En
esta sociedad de espectáculo y entretenimiento, señala directamente a
los escritores que, en buena parte, han perdido ese interés por generar
reacciones, por querer actuar en el mundo.
«Si ves treinta veces las imágenes del 11-S, dejan de afectarte»
Cultura
zombi, estética «gore», series de televisión de violencia desatada…
Fenómenos de fans que frivolizan todo el imaginario y la imaginería en
torno a la violencia y la crueldad que han dado el cine y el arte.
Es
una banalización, un tipo de cine que en el fondo se comporta como la
pornografía se comporta respecto al sexo. Está hecho para, de alguna
manera, extraer toda emoción de algo íntimo y convertirlo en mera forma
para nuestro entretenimiento, quitarle cualquier contexto. De todas
maneras, este tipo de películas violentas ha existido siempre, y la
sociedad lo busca como una especie de espectáculo catártico que permita
volcar hacia el exterior la violencia que hay en la sociedad. Unas
páginas del libro las dedico a esa imagen del bárbaro que aparece en
nuestra literatura, aquel que nos puede atacar, que está fuera, que es
peligroso, y al que destruimos: antes eran los indios, luego los negros; pero aquello empezó a estar mal visto y nos buscamos nuevas víctimas, extraterrestres, zombis,
que podemos destruir sin ningún tipo de complejo. Entonces, las
películas de zombis están muy bien en un sentido, porque nos permiten
ser absolutamente violentos y brutales con ellos; al fin y al cabo, no
son humanos.
El libro concluye con un capítulo dedicado a siete libros crueles y sus autores: Bataille, Elfriede Jelinek, Onetti, Cormac McCarthy, Canetti, Luis Martín-Santos. ¿Por qué estos y no otros?
Podría
haber escogido más, pero quería tomar una serie de libros que me
parecían de gran calidad todos ellos, que cada uno en sí merece la pena
ser leído, independientemente de lo que queramos descubrir, pero que
además muestran que cuando hablamos de crueldad no tiene que ir
aparejada a la sangre y a la brutalidad física, sino que hay también una crueldad emocional… A veces, cuando se habla de libros crueles, algunos se mueven en los bordes del tabú y utilizan el sexo desaforado o
la violencia brutal; y de lo que se trata, y lo que es esencial para
mí, es que esa crueldad, esa ética, pretende desmantelar nuestras
creencias, nuestros hábitos, nuestras formas de ver el mundo, a las que
nos hemos acomodado sin pensar mucho, y poner en duda nuestra fe, que
nos hagan pensarnos otra vez.
En esta lista hay autores cuya selección no sorprende, como Bataille o Jelinek, pero otros sí, como Onetti.
En Onetti no hay ningún tipo de violencia, ni nada por el estilo; pero si uno lee El astillero,
lo que él hace es eliminar toda esperanza ficticia. En su caso va más
lejos: yo diría que quita toda esperanza, sin más. Cualquier paso que da
el personaje es un paso más que hace entender que la vida es una
ficción; que nos engañamos a nosotros mismos; que engañamos a los otros;
que el amor es una ficción. Está diciéndonos continuamente: «No te engañes, tu vida es una mentira».
Hacer que se nos tambalee aquello a lo que nos aferramos es una manera
de crueldad. También está la violencia puramente física de Cormac McCarthy y su Meridiano de sangre. Toda la ética de Estados Unidos la desmantela y la muestra como una pura historia de sangre y
de codicia. Alguien dirá que es una exageración, que la gente no es
solo así, pero es una manera distinta de mirarlo. Estamos acostumbrados a
mirar las cosas desde un determinado punto de vista, y lo que hacen
estos libros crueles es mirarla desde otro. Mirar la realidad por un
microscopio y ver todo eso que a menudo no vemos en ella.
Solo elige un español, Martín-Santos y su «Tiempo de silencio», cuando podrían surgir muchos otros ejemplos más radicales.
Tiempo de silencio
tiene una mirada cruel sobre la España de la posguerra, absolutamente
irónica, pero mostrando toda su miseria moral. Y eso es lo que me
interesa, porque creo que los libros crueles son aquellos que van contra
las convicciones de quienes piensan como el autor. Es muy fácil reírse
del enemigo, de quien piensa de manera distinta. Lo emocionante es
buscar los puntos débiles, lo ridículo, en las propias ideas, en la
propia vida. Luis Martín-Santos, un hombre de izquierdas, mira la miseria moral del franquismo, pero a la vez no cae en el buenismo de tantos libros en que los obreros son buenos y generosos. No, mira a los pobres como mira a los ricos.
La miseria moral está también en esa clase obrera que se supone que
debería defender Martín-Santos. Ridiculiza su dolor y su brutalidad, y
en ese sentido es mucho más cruel que si sencillamente se dedicase a
criticar el franquismo, lo que sería mucho más fácil.
Cada
uno de estos perfiles se corresponde con el de un «outsider», alguien
incómodo para el sistema. ¿Usted se metería en este mismo saco?
Los
artistas somos como los bufones en la corte: caemos muy bien porque
hacemos reír a una determinada parte de la sociedad, entretenemos.
Cuando no lo haces, no eres aprovechable, no te pueden mostrar.
Pese a la dureza de los argumentos, no le veo como un pesimista radical.
Pesimismo no significa inacción. Hay un pesimismo de la fuerza, de la rabia, del no querer aceptar las cosas; de que primero, antes de construir nada, hay que destruir todo lo que es falso.
A veces me preguntan: «¿Por qué eres tan pesimista?» Es pesimismo en el
sentido de mirar todo aquello que no funciona, que es falso. Solo a
partir de ahí puedes construir algo que no sea un mero maquillaje.





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