viernes, 9 de octubre de 2015

Entrevista a Daniel Innerarity. "El gran riesgo es que la política llegue a ser irrelevante"

José María Izquierdo, El País, 28/09/2015



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Nos domina la política, pero creemos poco en ella. ¿Habrá política y políticos en el siglo XXII? ¿Cómo será la organización social? El gran riesgo que corremos, con esta inercia en la que ahora estamos, es que la política llegue a ser algo irrelevante. Esa es la gran amenaza. Es decir, que las cosas se autoorganicen sin ninguna intervención expresa intencional de los seres humanos. Y el gran desafío es cómo conseguimos que la política pase de una lógica de la reparación a una lógica de la intervención, incluso de la anticipación. Eso en estos momentos resulta muy difícil porque las cosas van a gran velocidad. Yo creo que la aceleración en la que vivimos en el mundo contemporáneo nos está llevando a un sistema en el cual estamos muy poco en el presente. Eso que Paul Valéry llamaba el régimen de sustituciones rápidas. Estás muy poco tiempo en el presente porque las cosas se vuelven obsoletas enseguida. La lógica de la moda ha invadido la lógica política y lo que tenemos son productos de temporada. Por tanto, también los tiempos de la decepción política se han acelerado dramáticamente. El tiempo que tarda alguien en decepcionarnos, el carisma en agotarse, la percepción de inutilidad, se reduce. Y eso nos conduce a una paradoja. Si yo pregunto a mi abuelo: “¿Qué te evoca la palabra futuro?”, él me dirá que una cosa muy alejada en el tiempo, seguramente unos cien años o algo así, el tiempo que usted me plantea. ¿Pero qué pasa hoy día? Pues que la palabra “futuro” nos evoca a algo inmediato, lo que tarda en caducar nuestro iPhone, un año y medio más o menos. El futuro es 2016.


Pues no, yo le pregunto por el siglo XXII… Lo sé, lo sé. Yo preveo una evolución de la humanidad positiva hacia fórmulas de gobierno más inteligentes y en las cuales haya una cooperación entre quienes tienen que regular y quienes tienen que ser regulados. ¿Por qué? Pues porque los riesgos a los que estamos abocados en materia financiera, en materia medioambiental, de intervención genética, solamente se pueden arreglar o prevenir introduciendo el saber de los expertos, la legitimidad de los representantes políticos y la opinión de la gente. Y eso es lo que tenemos que conseguir. Al mismo tiempo yo creo que los partidos y los sindicatos tienen un gran problema…


Más de uno, diría cualquier observador. Desde luego… Todas las instituciones que establecen una mediación, me da igual que sean las escuelas, las religiones, los partidos, los sindicatos, los profesores, están sometidas a una exigencia renovada de legitimación, y toda mediación que no aporte un valor nos la vamos a llevar por delante. En ese panorama, los partidos son una institución muy pesada porque responden a lo que a mí me gusta llamar la lógica del contenedor. Es decir, la lógica según la cual los partidos no se limitaban a representar ciertos intereses, sino que, de alguna manera, los partidos clásicos estructuraban sectores enteros de la sociedad y estabilizaban identidades sociales y políticas. Los trabajadores votaban a la izquierda; los empresarios, a la derecha; los de aquí, al partido de aquí, etcétera. Bueno, en una democracia de partidos clásica, esa democracia correspondía a una geografía sólida. Hoy lo que tenemos es más bien un panorama difuso. [Zygmunt]Bauman decía que líquido, yo más bien creo que es gaseoso, el mundo en que estamos es más bien un mundo gaseoso. Y esta fluidificación o este estado gaseoso del mundo afectan a los electores y a las organizaciones.


¿Y cómo puede uno enfrentarse a lo gaseoso, tan difuso como indica su propio nombre? Dice usted que afecta a ambas partes… Desde luego. A los electores, en la medida en que les hace muy imprevisibles. Lo hemos visto en España en las últimas elecciones. El porcentaje de indecisos en el último momento ha sido altísimo. Pero es una característica general de las democracias occidentales. Lo digo también para que comprendamos la difícil tarea de los partidos en el mundo actual. Interpretar lo que quiere la gente no es tan fácil como algunos dicen. En este estado gaseoso, por ejemplo, se ha debilitado enormemente la idea de programa electoral. ¿Qué sentido tiene un programa electoral cuando el mundo cambia a una enorme velocidad, y los compromisos que un partido puede adquirir chocan con la realidad de la imprevisión, del futuro, de que realmente no sabemos lo que va a pasar en cuatro años?


Y aún será más complicado si ese poder hay que compartirlo con otras fuerzas, como en un Gobierno de coalición o, por lo menos, sin mayorías absolutas. Es que ya nunca va a haber un poder absoluto. El poder cada vez está más repartido. El poder se ha transformado, se ha horizontalizado, si se me permite la expresión, y constituye un modo de poder político que ha venido para quedarse. Absolutamente. Esa es otra de las características evidentes de ese mundo gaseoso del que antes hablábamos. Ese fenómeno de dispersión ya se da ahora, pero se verá mucho más agudizado dentro de cien años. Por tanto, ¿qué racionalidad estratégica pueden tener las instituciones, los partidos, los sindicatos u otras organizaciones cuando el mundo se ha vuelto tan imprevisible? El gran desafío de la política es desarrollar una racionalidad estratégica que no sea dogmática, que no choque con la evolución de una sociedad que va a velocidad acelerada.


¿Y qué se puede hacer frente a este vértigo? Pues, entre otras cosas, no disolver la política en una amalgama de partidos instantáneos o en esa fugacidad y ese carrusel de promesas imposibles de cumplir en el que se ha convertido la política hoy día. En estos momentos, el eje dominante es el de lo nuevo y lo viejo frente a otros ejes a los que estábamos acostumbrados. Yo creo que para los partidos y las organizaciones, el gran desafío que se plantea es cómo actuar en entornos que ya no están regidos por la lógica de la fábrica fordista. Hay que desarrollar una inteligencia adaptativa, recomponer su capacidad de representar y gobernar en una sociedad que se ha vuelto más exigente, que controla más celosamente las delegaciones de autoridad. Eso es un gran desafío, eso es una enorme dificultad.


Y de acuerdo con todo eso, ¿en 2150 vamos a tener unos partidos más débiles, más fuertes o quizá ocurra que ya no existan los partidos políticos? ¿Y los sindicatos? Habrá partidos.


¿Pero cómo? Yo creo que los partidos tienen mucho que decir en cuanto a la clarificación de las opciones y como lugar de formación y participación. También en el control de los electos, por supuesto. Otra cosa es que lo estén haciendo bastante mal, y probablemente los sindicatos también. ¿Pero hay algo peor que malos sindicatos? Sí, un mundo sin sindicatos. ¿Hay algo peor que malos partidos? Sí, un mundo sin partidos.


¿Y se llamarán partidos políticos? Seguramente les llamaremos de otra manera, aunque no estoy tan seguro. De hecho, me acuerdo cuando una vez en la escuela de verano del Partido Democrático Italiano, Luigi Bersani, que entonces era su secretario general, me dijo que él se empeñó mucho en que el Partido Democrático se llamara partido. Italia en ese momento estaba llena de olivos,margaritas, Forza Italia. Bersani insistió: “Vamos a llamarnos partido”. Y tuvo una gran oposición.


También en España… Exacto. Los dos partidos emergentes en España no se llaman partidos. Han preferido Podemos, Ciudadanos o las plataformas electorales de nombres variados. Han omitido el nombre de partido, pero, si me puedo poner un poco a contracorriente de la ola que tenemos, creo que la palabra “partido” es muy precisa, implica entre otras cosas aceptar que la representación de la gente es plural y que nadie la representa en su totalidad. Somos una parte, es una parte.


¿Y Parlamentos? Al comienzo decía usted que… Los Parlamentos tienen una gran dificultad, y es que tal y como existen en las democracias contemporáneas son una institución que requiere el espacio lento de la deliberación política. Pero el actual tiempo rápido de los cambios sociales se escapa completamente de ese tiempo lento de la deliberación. En estos momentos, pensar que los Parlamentos controlan a los Gobiernos es un anacronismo. Los Gobiernos controlan a los Parlamentos. Es decir, se cumple el principio de Gregory Bateson de si la calefacción regula el termostato o el termostato regula la calefacción. Más que por los Parlamentos, creo que esa función de control político la ejercerán en el futuro una multitud de foros, de espacios de debate, espacios deliberativos híbridos, en los que se realice una cierta parlamentarización, pero más informal, de las decisiones colectivas. Estoy pensando en las comisiones, en los foros, en los comités de expertos, desde los espacios locales, municipales, hasta el Comité de Basilea, donde se toman las grandes decisiones de la regulación financiera. Lo que sí debería preocuparnos, y hay que evitarlo a toda costa, es que desaparezca esta función de control, que se hurten a la discusión pública decisiones fundamentales que afectan profundamente a la vida de los ciudadanos.


¿Y será posible controlar otro tipo de decisiones, como las económicas y financieras? Pues yo creo que el gran desafío que tenemos para el siglo XXII es cómo conseguimos que el sistema político sea más inteligente que aquello que tiene que regular. Me explico: mientras el sistema económico financiero, por ejemplo, sea más inteligente, es decir, más flexible, más adaptativo, más rápido, más innovador que el sistema político con toda su lentitud y su pesadez, se escapará de la legitimación colectiva de las decisiones.


Y en el futuro, esos foros… Tendrán todavía más presencia. Mucha más, por supuesto. El problema que tendremos entonces será cómo resolver la agregación de todas esas presiones colectivas. La reinvención de la política tiene que ser eso. Una agregación sin ninguna lógica, sin ningún criterio de legitimación, puede producir en la interacción resultados muy poco deseables.


Esta frase es suya: “Lejos de convertir la política en un anacronismo, la técnica (mejor dicho, sus fracasos sonados o sus riesgos potenciales) ha reforzado el prestigio de la política”. Es de hace algún tiempo, sí… Mi hipótesis es la siguiente. Situémonos en los años sesenta. En aquella época, a derecha e izquierda, se pensaba que la política iba a ser completamente sustituida por la técnica. Unos lo entendían en un sentido amenazante; otros, en un sentido esperanzador. Era el momento de los tecnócratas, pero también era el momento de la planificación tipo soviético, todos los instrumentos de gestión pública que nos prometían un mundo indiscutible de hecho, de fantasías, de tecnologías que resolvían problemas políticos. Como consecuencia de todo ello, fue un momento de gran despolitización que coincidió con la Guerra Fría. Y yo creo que generó una ilusión de politización de la sociedad que no era verdad. La sociedad estaba profundamente despolitizada porque estaba convencida de que la técnica iba a ser, iba a convertir la discusión política en algo superado. ¿Qué es lo que tenemos hoy día? Hoy lo que tenemos es un montón de tecnologías que han fracasado, que no han sido exitosas y respecto de las cuales la política trata de reparar los daños. La imagen de Barack Obama en el golfo de México tras el terrible vertido de petróleo de BP de 2010 ilustra a la perfección el momento del mundo en el que estamos ahora. Ese cambio de aguja de la historia me parece extraordinario y muy ilustrativo, porque señala que en estos momentos la política es la única instancia posible, muy débil desgraciadamente, pero es la única instancia posible, para reparar, prevenir, anticiparse frente a las catástrofes de la tecnología financiera, energética, etcétera.


¿Se mantendrán los ejes izquierda-derecha? Sí. Pero habrá más ejes. El eje izquierda-derecha ha tenido una preponderancia exagerada en la configuración del antagonismo democrático y ya comienzan a hacerse visibles otros ejes que complican el panorama. Por ejemplo, el eje razones tecnológicas y razones democráticas o, si se quiere, el eje definido en sus sistemas por tecnocracia y populismo. Que es un eje que no coincide exactamente con el de izquierda-derecha, sino que tiene otra inclinación. Y que permite variaciones; por ejemplo, hay tecnocracia de derechas y tecnocracia de izquierda, populismo de izquierdas y populismo de derechas. Existirá también el eje definido por las identificaciones nacionales, sobre todo en Estados compuestos, como es el caso del Estado español. Y existirá también otro eje que hemos visto ahora en España irrumpir de una manera muy particular entre lo nuevo y lo viejo. Entonces mi hipótesis es que va a haber una multitud de ejes de identificación…


¿Se da usted cuenta de que está diciendo que la política será mucho más complicada? Es que las sociedades cada vez son, y serán, más complejas. ¿Cómo es esa canción de Leonard Cohen que dice: “Qué grande era el mundo cuando no había espacio sin izquierda y derecha”? Era una gran simplificación. Y es que la manera que tenemos los seres humanos de orientarnos en el mundo es simplificando la realidad. Pero la realidad resiste poco esa simplificación y enseguida protesta y así intervienen otros factores, ¿no? Las democracias se mejoran haciéndolas más complejas, no simplificándolas.


¿Y dentro de un siglo seguirá igual de vivo el debate entre igualdad y libertad? Sin duda ese será uno de los grandes debates, con el agravante de que esa cuestión la habíamos domesticado en el seno de los Estados nacionales e incluso habíamos conseguido el llamado compromiso social democrático a partir del cual surgieron los dos grandes partidos de la posguerra. Ahora mismo la igualdad y la desigualdad son categorías globales. La gente no se está comparando con sus vecinos y con sus compatriotas. Se está comparando con las oportunidades que ve en lugares muy remotos del mundo a través de los medios de comunicación. Con lo cual las categorías de comparación son mucho más amplias.


¿Encontraremos la solución? ¿Cuánto habremos avanzado en el siglo XXII para lograr unas sociedades con una mejor distribución de la riqueza? Ahora mismo es una fuente de inestabilidad brutal. Por ejemplo, con la inmigración. Nos hemos hecho la ilusión de que es un fenómeno que se puede detener con muros y verjas, y la inmigración solo se detiene equilibrando espacios en los que no haya tantas altas y bajas presiones, porque esto es un fenómeno meteorológico. Es pura física. La tremenda desigualdad que vivimos va a producir una serie de reacciones inevitables si no logramos acabar con ella.


¿Habrá fronteras, habrá muros? Que no es lo mismo… Por supuesto que no es lo mismo. Habrá fronteras, pero no muros, porque la frontera es un espacio de delimitación que no cierra. Es un espacio de comunicación que permite el paso y que no estigmatiza necesariamente al foráneo. Pero no habrá muros porque se habrá hecho patente su inutilidad. Los muros solo sirven para reconfortar ilusoriamente a una población que tiene miedo.


¿Cómo será la inmigración en el siglo XXII? Porque a esas alturas ya estaremos todos muy mezclados… Ya lo estamos. Ahora mismo las poblaciones mestizas son más numerosas que las poblaciones monoétnicas. La mayor parte de la gente es plurilingüe en el mundo. Lo que es una rareza es el monolingüismo. Estoy encantado de vivir en una sociedad bilingüe, incluso plurilingüe, y ojalá eso sea una realidad. Dentro de unos años pensaremos en el monolingüismo y la etnicidad cerrada como una rareza. Lo cual no nos impedirá valorar una lengua propia y unas costumbres y unas tradiciones. Pero las entenderemos dentro del contexto de flujos y de contaminaciones. De hecho, si examinamos la mayor parte de nuestras costumbres, tienen un origen foráneo. Hay cantidad de costumbres que nos parecen el colmo de lo auténtico de nuestra cultura, y a veces es rotundamente falso. La trikitixa en el País Vasco, por ejemplo, que es una especie de acordeón pequeño que todos asociamos con lo más típico nuestro, llegó con los tiroleses que en el siglo XIX vinieron a construir el ferrocarril y tocaban un instrumento que sonaba muy raro y que los habitantes de aquel mundo rural vasco llamaban infernuko soinua, el sonido del infierno. Pues hoy día nos parece que es una cosa de toda la vida…


¿Tendremos una gobernanza mundial? ¿Necesitaremos una ONU? Lo que Ulrich Beck llamaba la sociedad del riesgo es una sociedad que presiona hacia la cooperación. Nos está obligando a cooperar, y esto significa que tenemos que entender la nueva gramática de los bienes comunes cuando venimos de una vieja gramática de los bienes privados o de los bienes estatalmente articulados, gestionados y defendidos. Estamos más bien acostumbrados a relaciones de fuerza no cooperativa. ¿Cómo pasamos de una gramática a otra? Pues nuestra manera de pensar más habitual es trasladar las categorías del Estado-nación al plano global. Eso no va a funcionar nunca. Lo que habrá, creo yo, serán múltiples instituciones regionales que actuarán autónomamente para resolver problemas comunes. Por simplificar las cosas, iremos a una multiplicación de espacios de cooperación intensa del estilo de la Unión Europea. La UE es el experimento político más interesante de los últimos años. No hay ningún precedente en la historia de la humanidad de unos Estados soberanos que renuncian a una parte de su soberanía para dotarse de una institucionalización común. Así que no habrá Gobierno mundial, sino más bien un sistema de gobernanza formado por acuerdos regulatorios, institucionalizados por procedimientos que exijan determinadas conductas a quienes forman parte de ellos sin la presencia de Constituciones escritas o de poder material. Esta yo creo que va a ser la gran innovación, un sistema complejo que tenga la capacidad de que se hagan ciertas cosas sin la capacidad de ordenarlo. Ya sé que es una paradoja. No habrá una autoridad en el sentido estatal de la palabra, soberana, pero habrá ciertas capacidades a través de incentivos, saber experto compartido, identificación de bienes comunes, que de alguna forma obligarán a los agentes políticos.


¿Y qué será de los nacionalismos? Hay dos tipos de nacionalismos que requieren una cierta explicación. Por un lado, los nacionalismos de las naciones-Estado: Alemania, que mira solo sus intereses; España, que rechaza la cuota de migración; Francia con Jean-Marie Le Pen. Pero yo creo que el rechazo de los Estados nacionales de avanzar en la integración que se da en Europa en estos momentos responde más a que las poblaciones se sienten socialmente desprotegidas que a una lógica nacional. Y todavía identificamos, excesivamente a mi juicio, los espacios nacionales con el lugar de la protección. A mí me parece que en este mundo, las naciones sin Estado, las regiones, las ciudades, esos espacios de entre unos seis y diez millones de habitantes que pueden ser Baviera, Cataluña, País Vasco o Escocia, lo que tienen que desarrollar es una inteligencia adaptativa y aprender mucho con mayor rapidez.


¿Qué idea del progreso tendremos en el siglo XXII, una vez vistos los adelantos que hoy ya nos asegura la ciencia?Tendremos progresos, pensaremos más en progresos que en progreso. El progreso era una enorme simplificación que establecía un eje en virtud del cual ordenábamos el mundo en una línea en la cual en un extremo estaban los progresistas y en otro los reaccionarios, y en estos momentos no es exactamente así. No porque no haya progresistas y reaccionarios, sino porque hay muchas más cosas. Pensemos que cierta derecha es más modernizadora que cierta izquierda que tiene un lenguaje e incluso unas actitudes tremendamente conservadoras. Esto ha complicado mucho el panorama. Probablemente declinemos la palabra “progreso” en plural. Y entenderemos que puede haber progreso en lo económico pero que haya retroceso en lo social, que puede existir un progreso tecnológico que implique un retroceso en cuanto a los valores éticos… Tendremos que hacer un sudoku de esas líneas. Cada civilización, cada sociedad democrática, acertará si sabe hacer la síntesis adecuada. Solo quienes sepan resolver ese juego tendrán su lugar en la política del siglo XXII.


La política explicada a los idiotas

Daniel Innerarity ofrece en su nuevo ensayo las claves para entender la actividad pública en tiempos de “confusión”: “Es malo el elitismo aristocrático y también el popular”

EL PAÍS, 28-8-2015 

En la Grecia clásica el idiotés era quien no participaba en los asuntos públicos y prefería dedicarse únicamente a sus intereses privados. Pericles deploraba que hubiera en Atenas indiferentes, idiotas, que no se preocupaban por aquello que a todos nos debe concernir. Hay algunos libros excelentes que han examinado la plausibilidad actual de este calificativo (Jáuregui 2013; Ovejero 2013; Brugué 2014). No se por qué extraña asociación esta palabra ha terminado por calificar hoy a las personas de escaso talento, cuando parece ocurrir más bien lo contrario: que los mas listos son quienes van a lo suyo e incluso tratan de destruir lo público, mientras que el sistema político se ha llenado de gente cuya inteligencia no valoramos especialmente, con mayor o menor razón según los casos.
Si hiciéramos hoy una apresurada taxonomía de la idiotez en política deberíamos comenzar, sin duda, por aquellos que quieren destruirla (o capturarla, según el vocablo más en boga). Se desmantela lo público, los mercados tienen más poder que los electorados, las decisiones que nos afectan son adoptadas sin criterios democráticos, no hay instituciones que articulen la responsabilidad política... Poderosos agentes económicos o los embaucadores de los medios de comunicación están muy interesados, por razones obvias, en que la política no funcione bien o no funcione en absoluto (y encuentran, por cierto, políticos muy predispuestos a colaborar en la demolición). Esta es la amenaza más grosera contra la posibilidad de que los seres humanos vivamos una vida políticamente organizada, es decir, con los criterios que la política trata de introducir en una sociedad que de otro modo estaría en manos de los más poderosos: democracia, legitimidad, igualdad, justicia.

Vivimos tiempos de desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política

Existe un segundo tipo de idiotas políticos en el que se encuentran todos aquellos que tienen una actitud indiferente hacia la política. Por supuesto que los pasivos tienen todo el derecho a serlo (y yo a considerar que su vida es menos lograda). No ser molestado es una de las libertades más importantes y cualquier supresión de una libertad tiene que ser justificada con buenas razones. Me gustaría únicamente recordarles que si quieren que les dejen en paz no han elegido el mejor camino para lograrlo. “La persona que desea que le dejen en paz y no tener que preocuparse de la política acaba siendo el aliado inconsciente de quienes consideran que la política es un espinoso obstáculo para sus sacrosantas intenciones de no dejar nada en paz” (Crick 1962, 16). Es muy frecuente que se produzca una alianza implícita entre quienes se desinteresan por la política y quienes aspiran al poder pero rechazan las incómodas formalidades de la política. Al final, lo que tenemos es lo de siempre pero camuflado: personas que ejercen el poder, pero que actúan como si no lo tuvieran, asegurando que no son políticos. Hay quien debe su fuerza política al rechazo de la política. En 1958 muchos franceses apoyaban a De Gaulle porque estaban convencidos de que libraría a Francia de los políticos; el poder de Berlusconi se debió en buena medida a que supo atraer a quienes detestaban a los políticos; los ejemplos de esta singular operación seguirán aumentando en la medida en que haya gente dispuesta a ceder a los encantos de la antipolítica.

Hay una tercera acepción del término, tal vez menos evidente pero muy contemporánea, y sobre la que estoy especialmente interesado en llamar la atención porque suele pasar inadvertida. Me refiero a quienes se interesan por la política pero lo hacen con una lógica que no es la de ciudadanos responsables sino más bien la de observadores externos o clientes enfurecidos que termina destruyendo las condiciones en las cuales puede desarrollarse una vida verdaderamente política. Al menos desde que la crisis económica hiciera visibles los graves defectos de nuestros sistemas políticos y más insoportables las injusticias que causaba, vivimos en tiempos de indignación. No voy a perder el tiempo en darle la razón a este sentimiento y en recorrer el listado de circunstancias que justifican nuestro profundo malestar. Considero más productivo en este momento señalar hasta qué punto ciertas expresiones de nuestra indignación pueden llevarnos a conclusiones que representan lo contrario de aquello que queremos defender. Como advierte José Andrés Torres Mora, puede que estemos haciendo un diagnóstico equivocado de la situación como si el origen de nuestros males fuera el poder de la política y no su debilidad. La regeneración democrática debe llevarse a cabo de manera muy distinta cuando nuestro problema es que nos tenemos que defender frente al excesivo poder de la política o cuando el problema es que otros poderes no democráticos están sistemáticamente interesados en hacerla irrelevante. Y tengo la impresión de que no acertamos en la terapia porque nos hemos equivocado de diagnóstico.

“No sé cuánto podemos hacer contra la crisis; tratemos al menos de que no nos distraigan”

Comparto en principio todas aquellas medidas que se proponen para limitar la arbitrariedad del poder, pero no estoy de acuerdo con quienes consideran que este es el problema central de nuestras democracias en unos momentos en los que nuestra mayor amenaza consiste en que la política se convierta en algo prescindible. Con esta amenaza me refiero a poderes bien concretos que tratan de neutralizarla, pero también a la disolución de la lógica política frente a otras lógicas invasivas, como la económica o la mediática, que tratan de colonizar el espacio público. Debemos resistirnos a que las decisiones políticas se adopten con criterios económicos o de celebridad mediática porque en ello nos jugamos la imparcialidad que debe presidir el combate democrático. Y me refiero también al idiota involuntario que despolitiza sin saberlo, probablemente contra sus propias intenciones.

Puede que los tiempos de indignación sean también momentos de especial desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política; exigimos la mayor transparencia y no nos preguntamos si estamos mirando donde hay que mirar o en lo que nos dejan, de paso que nos convertimos en meros espectadores; criticamos el aforamiento de los políticos (seguramente excesivo) sin darnos cuenta de que es un procedimiento para proteger a nuestros representantes frente a otras presiones distintas de la de representarnos; endurecemos las incompatibilidades y dificultamos las llamadas "puertas giratorias" y de este modo contribuimos a llenar el sistema político de funcionarios; celebramos el carácter abierto y participativo de la red, pero luego nos quejamos de que eso no hay quien lo controle; muchas formas de protesta pueden agrandar la desconexión existente entre los ciudadanos y la política, hacer más rígidas las posturas de la ciudadanía, aumentar el malestar y la desilusión de la gente y simplificar los asuntos políticos o la naturaleza de las responsabilidades buscando eslóganes simples y chivos expiatorios... No se cuánto podemos hacer frente a la crisis que tanto nos irrita; tratemos al menos de que no nos distraigan.

Sociedad y sistema político debemos gestionar juntos la misma incertidumbre

La indignación lo pone todo perdido de lugares comunes: nuestro mayor problema es la clase política, son demasiados, se acabaron los partidos, que dimitan todos, da igual quien lo haga, no toman las decisiones correctas o lo hacen demasiado tarde, se pasan todo el día hablando, no juguemos con las emociones, ya no existen la izquierda y la derecha, son incapaces de ponerse de acuerdo, se puede pero no se quiere, no nos representan, no nos hacen caso, cuanta más transparencia mejor, todo se debe a la falta de ética… El problema de estos reproches es que no son completamente falsos, pero tampoco del todo verdaderos. Este libro trata de calibrar lo que tienen de ciertos de manera que nos ayuden a comprender la naturaleza de la política y criticar sus debilidades de la manera más certera posible.

La pretensión de "explicar" la política —según se declara en el título de esta introducción— tiene que hacer frente a dos posibles objecciones. En primer lugar, no recompone una relación de verticalidad, como si hubiera quien sabe de esto y quien no. En las páginas que siguen defiendo apasionadamente que la política es un asunto de todos y que en una democracia no hay expertos incontestables (lo cual no es incompatible con que nos ayudemos mutuamente a combatir la perplejidad desde nuestra competencia particular). Y, en segundo lugar, que explicar no es un sinónimo de disculpar. Solo quien ha entendido bien su lógica y lo que la política está en condiciones de proporcionarnos puede evitar las falsas expectativas y, al mismo tiempo, formular sus críticas con toda radicalidad. Me gustaría contribuir a que entendiéramos mejor la política porque creo que sólo así podemos juzgarla con toda la severidad que se merece.

Algo serio está pasando en la política y el término "indignación" con que últimamente viene asociada lo refleja con dramatismo. Nunca en la historia ha habido tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad, pero nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. Seguramente la crisis que estamos viviendo sea un proceso complejo y que discurre con tal aceleración que todavía no hemos tenido tiempo suficiente para entenderla en toda su magnitud. Tal vez por ello los tiempos de la indignación sean también, y principalmente, tiempos de confusión. Quien diga que lo tiene todo claro podría ser alguien mucho más inteligente que nosotros, pero lo más probable es que sea un peligro público. No es posible que todas las soluciones que se proponen para superar nuestras crisis políticas tengan razón, simplemente porque son diferentes e incluso contrapuestas. Las hay razonables, pero también frívolas y peregrinas.
No es posible que todas las soluciones contra la crisis política tengan razón solo por ser diferentes
Para agravar un poco las cosas, si somos sinceros, deberíamos reconocer que tampoco es que la gente sepa exactamente lo que la política debería hacer; la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles por otros, ya que tenemos la última palabra, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, gestionemos juntos la misma incertidumbre.

Aseguraba Hannah Arendt, en un contexto muy distinto del actual, que "quien quiera hoy hablar acerca de la política ha de comenzar con todos los prejuicios que se tienen contra ella" (Arendt 1993, 13). Es esta tarea de renovación de las categorías políticas, que trata de apuntalar unas y transformar otras, algo que me ha ocupado durante algunos años (Innerarity 2002) y del que este libro pretende ser una síntesis. En una época de indignación, que cuestiona y critica muchas cosas que dábamos por pacíficamente compartidas, este libro trata de darle un repaso a nuestra idea de la política preguntándose si hemos acertado a la hora de definir su naturaleza, a quién corresponde hacerla, cuáles son sus posibilidades y sus límites, si siguen siendo válidos algunos de nuestros lugares comunes y qué podemos esperar de ella. Desearía contribuir a que esa indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias.

La decepción democrática

Daniel Innerarity 

El País,2 febrero, 2015

TRIBUNA
Debemos ser críticos con la política pero sin hacernos demasiadas ilusiones

Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.

Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción que genera la corrupción descubierta o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política corresponde a una nostalgia inadvertida por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.

Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los propios límites.

Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.

Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana sino sobre todo porque en algún momento tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.

Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.

Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

 LECTURA (pdf)

LA POLÍTICA EN TIEMPOS DE INDIGNACIÓN (En papel) DANIEL INNERARITY, ,GALAXIA GUTENBERG, 2015

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